Los maestros

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Apenas cumplida la mayoría de edad, pero ejerciendo por primera vez una clara voluntad de adulto, Marcos Tristán decide quedarse en Madrid para ponerse en manos del único hombre que, según ha llegado a creer, puede enseñarle de verdad a tocar el violín. A lo largo de los cinco años siguientes, el enigmático y controvertido Gica Krajelinc le hará transitar por un camino de final cada vez más incierto, en el que la euforia dará a menudo paso a la frustración y donde nada será lo que parece.

Marcos no hará ese recorrido vital solo. En sus tratos con Krajelinc, se guiará siempre por la brújula que supone para él su condiscípula Claudia –amor platónico, intérprete de herméticas directrices violinísticas e inagotable proveedora de información sobre el oscuro pasado del maestro-; recibirá periódicamente las extensas cartas de Amador, que desde Berlín le hará partícipe de su propia transformación bajo la benéfica influencia del especialista en música antigua Baumgartner, y también las mucho más escuetas de su padre, enfrentado con perplejidad y desesperanza, en un pueblo perdido de Arizona, a la evidencia de su propio declive. Pero a quien Marcos tendrá siempre cerca es al entusiasta y apasionado Ismael, ejemplo de amigo incondicional y compañero de aventuras, de hombre que lucha por superar la estrechez de sus orígenes y vivir de acuerdo a sus convicciones.

Con todos ellos Marcos comparte emociones y experiencias con una intensidad que solo se da a los veinte años. El resultado es una novela de aprendizaje que tiene también algo de novela picaresca y en la que se entremezclan la música, la amistad, el descubrimiento del amor y el sexo, la fascinación por la literatura, la reflexión sobre quienes nos sirven de modelo –los maestros– y la necesidad de ser fiel a las decisiones adoptadas.

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Al principio, nos unió una melodía: la, sol, fa, mi, fa, sol, fa, mi, re, do. Diez notas iniciales de una sonata; escritas con valores de blanca e interpretadas con un ligero vibrato, la primera y la última; semicorcheas ligadas por un mismo arco, el resto. Diez notas en las que yo había encontrado, con una belleza para mí inaudita hasta entonces, un sentimiento inefable, una emoción que era totalmente incapaz de expresar con palabras, aun teniendo la necesidad de hacerlo, pero que con seguridad vendría a significar algo así como el amanecer del mundo, la repentina intuición de una hermosa primavera beethoveniana. Mi primer recuerdo de Ismael permanece aún hoy ligado a esa música, a esa sonata llamada Primavera de la que, con una mezcla de espontaneidad, atropello y azoramiento, le hablé en el intermedio del concierto en el que nos conocimos.

Esperábamos en la cafetería del Teatro Real el comienzo de la Quinta de Shostakovich, programada para la segunda parte. Habíamos coincidido primero en la puerta lateral y nos habíamos batido los dos como leones por una entrada a bajo precio en la refriega que allí se organizó en pocos minutos. Luego tuvimos que localizar desde el gallinero los asientos que quedaban vacíos en la butaca de patio y esquivar a los acomodadores en el azaroso trayecto hacia la zona noble. Cuando comprobamos que podíamos dejar disimuladamente nuestros abrigos en los mejores sitios sin que nadie protestase, dimos por certificado el éxito de la operación: veríamos a Bernstein dirigiendo la Quinta a escasos metros de distancia. Nos habíamos colado.

Fue al salir al hall cuando nos dimos cuenta de que, casi sin saberlo, habíamos estado observándonos durante todo el recorrido. Una especie de alianza se había establecido entre los dos, un pacto tácito que hubiera implicado una señal de alarma en un momento de peligro o también, en caso necesario, el conveniente aviso de una buena butaca vacía. Recuerdo perfectamente que fue él quien provocó el encuentro, el que tomó la iniciativa de acercarse hasta mí para proponerme que festejásemos con un café nuestro triunfo.

Me contó de inmediato que se llamaba Ismael, que estudiaba filosofía y que, si bien su afición a la música databa de fechas muy recientes, había adquirido la costumbre de acudir varias veces por semana al Teatro Real, siempre con la esperanza de sentarse en una butaca confortable y bien situada con el mismo método; algo que, debido a sus escasas posibilidades económicas y a su necesidad de cultivarse, le parecía de justicia. Ismael era un hombre pequeño, enjuto; pese a su corta edad –veintidós años, según declaró al poco rato–, parecía más cercano a los treinta debido a su avanzada calvicie y a una vestimenta demasiado formal, que no le favorecía en nada, un modo de vestir tan anodino que hacía sospechar que esa ropa de aspecto casi eclesiástico se la elegirían aún sus padres, sin duda muy mayores. En esa primera imagen que guardo de él, lo veo sorbiendo el café con gran cuidado y mirando unas veces hacia abajo y otras clavándome la vista directamente en los ojos con una fijeza que, al poco rato, empezó a resultarme incómoda. Era como si, por encima de la taza humeante, estuviese buscando la misma complicidad que se había establecido de forma espontánea en el tránsito del gallinero a la butaca de patio, como si pretendiese obtener de pronto, en ese mismo instante y por un inexplicable acto de fe, la garantía de que yo iba a estar dispuesto a entregarle mi confianza.

Lo cierto es que, ya en ese primer encuentro, me turbó un poco la forma en que, de repente, decidió transmitirme su amor por Bach. Sin ningún tipo de preámbulo ni invitación por mi parte, empezó a hablarme del Agnus Dei de la Misa en si menor, de Et in unum Deum Jesum Christum, dúo para soprano y contralto, y también de la Pasión, de la deslumbrante aria Erbarme dich, mein Gott, nombre que pronunciaba en un alemán voluntarioso, pero que hasta a mí me resultaba deficiente. Luego sacó a colación El arte de la fuga y los ojos se le volvieron soñadores, su voz se ensombreció ligeramente y fue como si se le resquebrajase; me habló entonces de escalas inacabables, de gamas que subían y bajaban, de modulaciones encadenadas que le dejaban a uno con una misteriosa sensación de infinito.

Fue en aquel momento cuando yo tuve la certeza de que ese individuo, al que no conocía de nada y que con tanta determinación acababa de abordarme, había decidido de pronto y a saber por qué motivos abrirme una parcela de su intimidad cuya importancia le resultaría probablemente vital. Aun hoy puedo revivir lo embarazoso que me resultó ese descubrimiento. Ismael había levantado los ojos de la taza y empezaba a mirarme con una intensidad ya indisimulada; modulaba la voz buscando una tonalidad cálida y mostraba cada vez más entusiasmo por la supuesta sintonía de nuestra conversación, que hasta ese momento se reducía casi exclusivamente a un monólogo suyo. A menudo utilizaba palabras como “espiritual”, “trascendencia” o “éxtasis”, términos que a mí siempre me habían resultado extraños, propios de un lenguaje artificioso, vacío, pero que en su boca no sonaban así; sugerían, por el contrario, una sinceridad consciente, ejercitada de forma voluntaria, que con toda probabilidad sería también auténtica y quizás, incluso, algo desgarrada.

No obstante, de lo ocurrido aquel día, lo que más me sorprendió fue mi propia reacción. Me sentía a disgusto, casi violento ante aquellas súbitas revelaciones, no por las confidencias en sí, sino por el grado de implicación afectiva que el tal Ismael parecía poner en ellas. A medida que transcurrían los minutos, iba experimentando un deseo cada vez mayor de recuperar la soledad de mi butaca, de concentrarme en los movimientos de Bernstein y disfrutar de la pasión y la brillantez de la música de Shostakovich. Empezaba a sospechar que quizás había sido un error aquel café y que me iba a costar bastante más de lo previsto zafarme de ese individuo. Y, sin embargo, lo más admirable de todo fue que, lejos de despedirme lacónicamente y huir, como hubiese correspondido a mis hábitos y como por un momento creí que haría, permanecí allí escuchándole, recibiendo esa especie de confesión entre incómodo, aturdido e intrigado, y cuando daban ya el segundo aviso para que ocupásemos nuestras butacas y parecía de verdad que Ismael se había resignado a marcharse, me descubrí demorándome con la taza vacía en la barra de una forma totalmente anormal, incomprensible, sin saber muy bien por qué y como si pensara que después de todo aquello lo lógico era que ocurriese algo, hasta que, al final y de forma creo que automática, aproveché un momento en el que él pareció quedarse con la mente en blanco y, con total naturalidad e inconsciencia, me arranqué a hablar de Beethoven.

Le conté que había escuchado la sonata Primavera un par de meses antes en ese mismo teatro y que, desde entonces, la tenía permanentemente en la cabeza. Después del concierto, no había tardado ni veinticuatro horas en comprarme el disco, y aquella melodía inicial, tan hermosa, se había convertido para mí en una obsesión, en una especie de tortura dulce e inexorable. Pero lo curioso fue que, además de darle cumplida cuenta de esas sensaciones, incluí en mi relato un detalle que, por decirlo de alguna forma, era extramusical, un suceso que no había compartido aún con nadie y que me había causado una profunda impresión. El intérprete era un violinista muy famoso, uno de los mejores, decían, al que yo solo conocía de la radio y por algún comentario ocasional de un amigo. No lo había visto nunca, por tanto, ni sabía nada de él, solo unos pocos datos: era más o menos joven, venía a España por primera vez, tenía la nacionalidad israelí… Entre esas escasas noticias no se encontraba, sin embargo, una circunstancia fundamental, una peculiaridad suya de la que me enteré cuando le vi aparecer y que me llenó de estupor: el reputado violinista que iba a darnos el concierto era un hombre que no podía andar, nada menos que un inválido. De hecho, en cuanto salió, localizó su silla a lo lejos y empezó a avanzar de forma penosa apoyado en unas muletas, a arrastrarse por el escenario en una total soledad, como si el objetivo presentara dificultades casi insalvables y él hubiese renunciado de forma voluntaria a una ayuda que le era a todas luces imprescindible. Luego, una vez alcanzado el sitio, hizo un saludo breve y se sentó con gran esfuerzo; las piernas se le quedaron colgando, desparramadas, como inertes y expuestas vergonzosamente al público. Hasta allí tuvieron que llevarle el violín que había sido incapaz de transportar por sí mismo. El pianista acompañante –un ruso muy corpulento, muy moreno y muy serio, como con aspecto de guardaespaldas– esperaba alerta su indicación para comenzar, un momento que parecía demorarse demasiado. En esa situación, amparado por la oscuridad del patio de butacas y libre para dar rienda suelta a mis temores más ocultos, yo creí percibir incluso que un cierto pánico se extendía entre los espectadores. Pero el arco se deslizó con una facilidad asombrosa sobre la cuerda y así dio comienzo una música de la que aún no he podido desprenderme, un concierto en el que los brazos firmes, sabios, de aquel violinista, sus manos pequeñas, exactas, milagrosamente instruidas, se elevaron por encima de la tristeza del cuerpo que arrastraba para deleitarnos de una forma que hasta entonces mi imaginación no había vislumbrado. Fue la primera vez que oí la Primavera y, aunque luego he fatigado como nadie las salas de los teatros, creo que en pocas ocasiones he vuelto a sentir una emoción igual.

Eso fue lo que le conté a Ismael, el día de Shostakovich, después de superar la inicial desconfianza que me produjo su aparición, la sorpresa de su atrevido acercamiento. Y según hablaba e iba recordando aquella experiencia, reviviendo la conmovedora interpretación de un artista fatalmente disminuido por la desgracia, empezó a cuajar en mí la fantasía de que ese sujeto inesperado, extraño, con su lunática descripción de las honduras de Bach y la velada sugerencia de su intimidad, hubiese conseguido despertarme una facultad acaso adormecida; la idea de que en ese momento, en realidad, Ismael me estaba prestando su voz para que yo le contase con mis palabras lo que había sentido. De pronto pude verlo de nuevo en mi mente hablándome de la Pasión, tal como había sucedido un momento antes, y reconocí como propia esa necesidad de compartir que había intuido en él. En la sala repleta, justo cuando Bernstein salía a escena y nos acomodábamos con retraso en nuestros sitios a la vez que algunos solitarios chistidos acallaban las últimas toses impertinentes, me sentí de repente invadido por una confusa mezcla de turbación y agradecimiento. Entonces observé a Ismael mientras acababa de instalarse –se le veía inocente y dichoso en su butaca de patio conseguida a precio de ganga, adornado por una especie de ilusión infantil ante el acontecimiento que se disponía a presenciar– y no dudé en estirarme por encima de mi vecino para corresponderle como se merecía concluyendo de forma adecuada mi relato.

–Una música espléndida –alcancé a susurrarle antes de que apagaran del todo las luces–, cargada de vida y de luminosidad, que nos hace mirar de forma distinta lo que tenemos a nuestro alrededor, una música ante la cual resulta imposible no ser momentáneamente feliz.

Pocos días antes, yo había ido a ver a Krajelinc; y él, como resultado de un agotador encuentro que terminó durando varias horas, había conseguido acabar con todos mis prejuicios y todos mis miedos. Hasta entonces, tenía de Krajelinc una sola referencia, pero era la mejor referencia. Mi amigo Amador, en quien confiaba ciegamente y que estaba a punto de partir al extranjero, me había dicho, a modo de despedida:

–Tu hombre es Krajelinc, sin duda. Búscalo, él es quien puede ayudarte, no te conformes con ningún otro.

Pero antes de dar con Krajelinc tuve que soportar unas semanas de enorme confusión, de ambigüedades y noticias contradictorias sobre el hombre cuyo rastro me disponía a seguir, una sucesión de idas y venidas que durante días me llenaron de zozobra. Dado que Amador no me había proporcionado sus señas, me vi obligado a hacer numerosas llamadas a personas a las que no conocía y que no pudieron o no quisieron facilitarme el acceso a él, si bien en casi todos los casos se mostraron amables, con una forma de cordialidad que solía incluir una especie de sentimiento piadoso hacia mí, una pena mal disimulada por lo que pudiera ocurrirme si al final conseguía mi propósito; así, de forma monótona e invariable, todos me indicaban que no estaban en condiciones de ayudarme y me proporcionaban otros teléfonos igualmente inútiles. La tarea en la que con tanta alegría me había embarcado no parecía ofrecer otro destino que el fracaso: Krajelinc no daba señales de vida, aunque sí era cierto que, como premio a mi obstinación, yo iba recogiendo todo tipo de opiniones acerca de su persona. Era un hombre raro, decían, cuyas virtudes –no para todos evidentes– quedaban casi siempre sepultadas por las asperezas de su carácter; un hombre también egoísta, obsesionado por ocultar su saber a los demás, como si se hubiese condenado a sí mismo a proteger todo el tiempo un secreto; para qué tanto empeño en encontrar a Krajelinc, me preguntaron más de una vez.

La búsqueda se convirtió en un juego y un desafío. Pronto dudé de mis motivos para seguir adelante, pero la insistencia de tanta gente en desanimarme reforzó mi determinación. Llegado un momento, decidí renunciar a cualquier posible intermediario y jugármelo todo a la carta de un encuentro de apariencia casual y a solas con Krajelinc. Durante toda una semana lo estuve esperando en el camino que, según mis deducciones, tenía que seguir forzosamente hasta el teatro (yo había dado por sentado que Krajelinc utilizaba el transporte público, y entonces las posibilidades no eran muchas). En el bolsillo de mi chaquetón, llevaba un recorte del suplemento dominical de un periódico en el que había aparecido una foto reciente de la orquesta. Allí se veía a Krajelinc en la parte posterior de una gran masa de instrumentistas, todos muy elegantes, los hombres con sus fracs y las mujeres con sus trajes largos, plenamente conscientes de estar retratándose para la posteridad. A Krajelinc pude identificarlo sin problemas por el pie de foto, en el que figuraba con el número 43. Se encontraba al final de la fila de los segundos violines. Todos posaban agrupados por parejas con el correspondiente atril delante; menos él, a quien habían dejado solo y situado cerca ya de la puerta. En realidad, lo único que podía distinguirse era una pequeña cabecita redonda, muy sonriente, con el arco sostenido en posición oblicua y apoyado con suavidad en la barbilla; el pelo blanco, un poco largo, y una calva extraordinariamente lustrosa por la luz de los focos.

Estuve sobando esa foto durante casi una semana mientras esperaba a Krajelinc apostado en distintas esquinas o recorría la calle de arriba abajo como un detective al acecho. Tomé innumerables cafés en los bares cercanos al teatro; era invierno, oscurecía pronto y se hacía imprescindible combatir de algún modo el frío. Llegué a conocer a todos los músicos de la orquesta, jugué a identificarlos por sus nombres a partir de la fotografía del periódico y comprobé que, con el transcurrir de los días, algunos comenzaban a mirarme con extrañeza.

Cuando había cumplido ya cinco jornadas de tediosa espera, uno de ellos se acercó. Era un hombre alto, que vestía el frac del concierto debajo de un pesado abrigo gris. Tenía el cabello muy fuerte, del color del acero, y llevaba en la mano un estuche grande, rígido y brillante, con una forma burdamente rectangular desprovista de cualquier contorno reconocible, lo que impedía saber qué se ocultaba dentro. Mi imaginación guardó enseguida en él un instrumento de cuerda, un instrumento que, debido al tamaño, sería con toda probabilidad una viola, aunque quizás pudiese ser también un violín.

Con el rostro serio, imperturbable, el hombre se presentó.

–Me llamo Tadeus Gorneman y me imagino que tú eres el joven que está buscando a Gica. Creo que hemos hablado hace poco por teléfono.

–Así es. Llevo varios días esperando al señor Krajelinc, pero parece imposible encontrarle, es como si se hubiese volatilizado.

–No te extrañes. Gica es así, misterioso hasta para venir a trabajar.

–Pues yo empiezo a creer que no existe.

Tadeus Gorneman dibujó con los labios un gesto breve, indefinido, como si se viera en la obligación de transmitir una simpatía un poco forzada, y recuperó enseguida su hosquedad inicial.

–Tú sabrás lo que haces y, aunque no te conozco, aprecio tu resolución. Soy de los que creen que es en la juventud cuando el hombre debe mostrarse audaz. Pero tengo mis motivos, y no te los voy a explicar ahora, para no facilitarte demasiado las cosas.

–Entiendo.

–Lo que intento decirte es que, si quieres conocer a Gica y pretendes algo de él, nadie te abrirá aquí el camino. Tendrás que abordarlo tú solo.

–De eso ya me he dado cuenta y, con sinceridad, tampoco esperaba una gran ayuda. Pero es que no hay forma de encontrarle.

–Ahí vamos. Hay una cosa en la que veo que no has pensado aún y como, al parecer, tu único propósito es de verdad dar con Krajelinc, toda mi colaboración se reducirá a ese dato. En caso de que más adelante necesites de mí algo distinto, puedo garantizarte que estaré a tu disposición.

El hombre se mordió ligeramente el labio inferior y se pasó una mano enorme por la cabeza. Pensé que aún albergaba dudas y que era incluso posible que se arrepintiese en el último momento.

–La forma de localizarle es muy sencilla –aseguró–. Krajelinc, al igual que yo y que la mayor parte de las personas en este país, tiene teléfono. Y, aunque vive en un piso de alquiler, ha contratado la línea a su nombre, por lo que su número y dirección están en la guía. Con ese apellido, no creo que te resulte muy difícil.

Me quedé de repente mudo y cortado por no haber caído en lo más evidente. Entonces Gorneman reparó en mi incomodidad y mostró por primera vez una sonrisa auténticamente humana.

–Ahora, si quieres, puedo invitarte al concierto –dijo, enfilando hacia la puerta de entrada de los músicos.

A comienzos del verano, la prolongada ausencia de Claudia comenzó a intrigarme en serio. Según ella misma había dicho, no acudía a clase todos los jueves, sino algunos solamente, pero aun así, en el embarazoso momento de la despedida, había creído yo entender que una rápida coincidencia futura se daba por descontada. La llaneza de su comportamiento, aquel día en casa de Krajelinc, avalaba también mi intuición de que Claudia era una alumna especial; quizás por eso estuviese yendo a verle en un horario distinto, más compatible con el resto de sus ocupaciones, o acaso fuera el propio maestro quien, justamente en virtud de esa singularidad, prefiriera instruirla a solas. Lo cierto es que, a los pocos meses de que él nos presentara, su enigmática desaparición se convirtió para mí en un pensamiento recurrente.

Aquella nueva inquietud coincidió en el tiempo con la época en que empecé a sentirme de verdad a gusto tocando el violín. Los que al principio me habían parecido unos ejercicios muy poco musicales y, en su lugar, preocupantemente gimnásticos estaban dando, con el paso de los meses, un resultado formidable. Puedo asegurar ahora que el día en que Krajelinc me puso una mano en el pecho y otra en la espalda y, acto seguido, me giró de un solo golpe para enseñarme a tocar en aquella torsión tan forzada, tuvo lugar mi nacimiento como legítimo discípulo suyo. En el transcurso de una única clase y en las dos o tres jornadas de estudio posteriores, conseguí identificar con claridad aquello a lo que él hacía continua referencia cuando hablaba de “trabajar el cuerpo”; las prolijas disquisiciones sobre “el funcionamiento del cuerpo” o “las posturas orgánicas” empezaron a cobrar al fin sentido. El efecto de una simple indicación se reveló enseguida tan satisfactorio, tan benéfico para la calidad de mi sonido y la naturalidad de mis movimientos, que Krajelinc, contrariando su idea inicial, no me hizo tocar así una semana, sino todo un mes completo.

De esa mejoría resultó el abandono definitivo del Tesoro, que pasé pronto a considerar la prehistoria de mi vida violinística, algo que podía mirar con cariño y nostalgia, como si hubiese ocurrido en un tiempo de inocencia, muy lejano. Pero la deliberada renuncia a mi primer método, a la protección que una práctica tan exenta de conflictos me había brindado, tuvo además la propiedad de traerme de nuevo a Claudia a la mente.

Fue por entonces cuando empecé a sentir la imprevista urgencia de que ella me viese tocar. Era una sensación que recordaba un poco a un sueño y que comparecía solo de vez en cuando: estaba yo en clase, frente a Krajelinc y el resto de los alumnos, y me imaginaba entonces que Claudia se encontraba también allí, observando mis progresos y animándome. En esas ocasiones, sentía una indefinible vergüenza por haberme permitido aquella fantasía y, al mismo tiempo, recibía por añadidura la certeza de que esa necesidad entrañaba un sentimiento que debía ser conservado, cuidado, ocultado. A fin de cuentas, Claudia era la única persona a la que yo había visto interpretar buena música en esa casa. Mi tranquilidad, en lo referente al estudio, se basaba en la evidencia de mis avances, ratificados periódicamente por Krajelinc con entusiasmo. Pero reconocía también que, de no haberla oído a ella aquel día, de haber tenido que guiarme solo por la evolución de mis otros compañeros y haber debido considerarlos mis modelos, me habría sentido incapaz de excusar una profunda crisis.

Con Claudia no había ocurrido así. De ella, me había gustado todo. Su interpretación de Schubert había sido perfecta. Al día siguiente de conocerla, corrí a comprar el disco de la Arpeggione. Y aunque no encontré una versión para viola y tuve que conformarme con la de un famoso violonchelista ruso acompañado al piano por un no menos ilustre compositor inglés, reconocí de inmediato, desde la primera nota, la inspiración con que ella había tocado. Volví de ese modo a imaginarla situada en el centro de la tarima, con sus ademanes a veces lentos, otras enérgicos o discretamente medidos, según lo requiriese la pieza. Recordé la articulación siempre intencionada de las frases, el vaivén impetuoso del cuerpo y de las manos, la cabellera pelirroja que le volaba libre hacia un lado cuando tenía que atacar arco abajo. Acabé así identificando el sonido del ruso eximio con el suyo y convenciéndome de que ninguno de los dos era por fuerza superior.

Luego, me admiraba su serenidad para aceptar la opinión de Krajelinc, o mejor expresado, su desconcertante falta de opinión. De forma incomprensible, el maestro se había mostrado egoísta con la que sin duda era su más valiosa alumna. Simplemente, no le había dicho nada o casi nada: que todo estaba bien y que siguiese trabajando. Tuvo para ella un elogio, sí: “me gusta ese Schubert”, frase que me impresionó; pero también era cierto que no añadía gran cosa a lo que ella ya había conseguido por sus propios méritos. ¿Era acaso posible que Krajelinc no tuviese matices que aportar a aquella interpretación? Me resultaba difícil de creer. Luego él se había dejado llevar por la tristeza schubertiana y se había abandonado a los recuerdos. Y Claudia, en lugar de disgustarse, actuó en esa tesitura con absoluta calma. Le había escuchado, mimado y conducido a través del océano de su melancolía con extrema generosidad, como se ayuda a un amigo ciego a cruzar una calle.

La desazón por las inasistencias de Claudia me sobrevino por primera vez una tarde en clase, cuando estaba acometiendo la lectura del segundo estudio de Frackman. Después de algunos titubeos y en vista de la evolución, a su entender más que notable, de mi sonido, Krajelinc se había decidido al fin a iniciarme en el método que consideraba técnicamente fundamental. Para entonces, yo me manejaba con mediana soltura en la primera posición y me había permitido, a sus espaldas, algunas incursiones mástil arriba. El objetivo básico del Estudio II era precisamente practicar la alternancia entre las posiciones primera y tercera, y Krajelinc, sin ningún aviso previo y como obedeciendo a un repentino capricho, me había sacado ese jueves al escenario para que intentase delante de todos una interpretación repentizada de aquella página.

Siempre he sido pudoroso para tocar, lo admito; pero esa tarde me sentía seguro de mi talento. Ejecuté la melodía inicial sin fallos importantes y, cuando llegó el momento oportuno, me lancé a escalar con frescura por el diapasón, tal como había ensayado a escondidas en casa. Una vez ganado el sitio (nunca antes me había situado en una posición tan elevada en público), me quedé pisando con el índice el sol de la tercera cuerda, disfrutando de la redondez del sonido y de haber alcanzado esa nota sin extraviarme, hasta que la partitura me ordenó pasar con el dedo medio al mi de la segunda, que se reprodujo de inmediato, por un efecto acústico conocido como simpatía –y que yo habría denominado milagro–, en el otro mi de la primera, lo que certificaba la justeza de la afinación. Fue entonces cuando, venciendo el encanto del escepticismo, me vi obligado a reconocer que aquello sonaba realmente bien, y ese aplomo recién conquistado me animó a distraerme un momento de la tarea para echar un vistazo furtivo a mi auditorio. Instalados los cuatro en el sofá, ofrecían una imagen dispar: Krajelinc me había clavado su mirada más perturbadora, aquella en que el asombro se fundía con la desconfianza; Catalina sonreía despreocupada y con alelado gozo; Jaime repasaba absorto unos apuntes de matemáticas; el inefable Manolo sesteaba sin disimulo. Y yo, que hasta entonces me había visto frente a ellos como poco más que un torpe aprendiz, me encontré de pronto tan a gusto con la mano anclada allí en lo alto, pasando de la punta al talón el arco y arriesgando incluso un tímido propósito de vibrato, que no pude sino desear que Claudia estuviese también presente.

Después de ese día, vinieron muchos otros en los que volví a echarla de menos. Era una situación que se repetía a menudo y que se iba afianzando a medida que la distancia con Manolo, Catalina y Jaime se hacía cada vez mayor. El recuerdo de su Arpeggione me sirvió para llenar el vacío que me quedaba tras oírles a ellos, para reafirmarme en la idea de que, pese a todo, Krajelinc me estaba conduciendo por el buen camino y aceptar que determinadas actitudes suyas, en principio inexplicables, no eran más que rarezas de gran maestro. La selección que hacía de los alumnos se me antojaba la más extravagante de todas. Jaime, por ejemplo, a quien Krajelinc me había señalado el primer día como su gran promesa, no cumplía en absoluto las condiciones que se le suponen al heredero de un afamado virtuoso. Era un imberbe niño de trece años que se confesaba prisionero sin remedio de la música más furiosamente contemporánea y abominaba, en cambio, del repertorio violinístico clásico. Aunque reconocía su admiración por Beethoven, Schubert y Brahms y, como haciéndoles un favor, les concedía la indiscutible talla de genios, albergaba también un íntimo desprecio hacia quienes cifrábamos en la interpretación de sus obras nuestra felicidad futura. Siempre sospeché que mi predilección por el Quinteto en do o la Primavera le inspiraba, más que interés o afinidad, una desdeñosa pena. El resultado era que, en lugar de participar del entusiasmo por los músicos venerados por todos, Jaime llegaba a clase acarreando, junto a los apuntes del bachillerato, una serie de discos con autores para mí desconocidos y de nombres irreproducibles, que preveía más bien difíciles de sufrir: Ligeti, Nono, Stockhausen, Boulez, Schnittke, Hartman… Por aquella época también le oí declarar, en varias ocasiones, que cuando fuese ya solista –algo que parecía dar por seguro– no tocaría nada anterior en el tiempo al concierto de Alban Berg. Si acaso, podría transigir con Bela Bartok, dijo un día, para que no le tomásemos por un radical, pero solo por la especial estima que profesaba a ese compositor.

Ese mismo verano, de forma sorpresiva, me fue impuesto el oneroso engorro de conseguir un nuevo instrumento. Ocurrió al final de una clase y cuando menos lo hubiera imaginado. Yo había recorrido las escalas del Estudio II, de un extremo al otro, y me encontraba especialmente satisfecho con la calidad de mi sonido. Krajelinc llevaba conmigo una racha de varios jueves consecutivos de elogios y, en casi todos ellos, había venido a decir, más o menos, que el timbre que obtenía iba evolucionando lentamente en la dirección adecuada. Pero ese día todo fue distinto. Cuando acabé de tocar y me volví hacia el sofá, comprobé que el maestro no estaba allí sentado junto a los demás alumnos, como casi siempre, sino de pie, en mitad del salón, con una expresión de acusado malestar nublándole el rostro. Entonces, se vino hacia mí sin hacer comentarios y me quitó el violín chino de las manos. Luego se puso a mirarlo como si no lo hubiese visto nunca antes.

–¿Qué es esto? –exclamó con desagrado, mientras lo examinaba–. ¿Pero de dónde ha salido este violín?

–Me lo prestaste tú.

–Sí, ya sé que te lo presté yo, Marcos, aún no he perdido la memoria –replicó contrariado–. ¡Lo que me pregunto es quién será el estafador que construye unos instrumentos tan nefastos!

Me quedé callado, incapaz de responder. Krajelinc apretó los labios y meneó la cabeza. Parecía haber decidido, de pronto, que la presencia de un instrumento de calidad tan ínfima en su casa constituía poco menos que una afrenta.

–Mira, Marcos –recapituló unos segundos después, ya más comprensivo–. Creo que si quieres dedicarte a esta profesión en serio, vas a tener que cambiar de violín de aquí a poco.

Me marché aquel día preocupado. Las esporádicas noticias que me habían llegado hasta la fecha sobre precios dejaban claro que la operación planteada por Krajelinc era para mí inconcebible. Me di cuenta de que había decidido convertirme en violinista con excesiva alegría, sin pararme a considerar el coste de la herramienta principal. En casa, estuve limpiando el violín chino con cariño y pensando que quizás no fuera tan feo ni tan malo. Luego toqué un rato para ver si me animaba, pero el sonido que en los días anteriores me había proporcionado una tranquila felicidad ya me pareció peor. De todas formas, la semana fue enderezándose a medida que transcurría. Primero estudié a conciencia el Frackman II y, luego, me metí por mi cuenta y riesgo con el V, que hacía subir la mano izquierda por el mástil hasta las posiciones más agudas (séptima, octava e, incluso, novena); así conocí el vértigo de explorar, con total libertad, una región del instrumento que siempre, desde el primer instante, había ejercido sobre mí una fascinación extraña. La emoción de la aventura me permitió encajar el golpe asestado por aquella nueva exigencia de Krajelinc y empezar a preguntarme acerca del problema que –con toda razón, tuve que admitir– este había sacado a la luz. Al cabo de unos días, se me ocurrió que debía hablar con Ismael para ver si podíamos aumentar la producción y las ventas y eso me permitía ir ahorrando poco a poco. Quizás, si apartaba algo todos los meses, lo consiguiera en un plazo no demasiado irrazonable. Para el jueves siguiente, ya había decidido que esa era la estrategia oportuna, y la certeza de haber dado un primer paso en la resolución de aquel incómodo asunto me puso de un estupendo humor.

Esa tarde, movido por el optimismo que me transmitía mi propia determinación, tuve la insólita ocurrencia de aportar un plum cake al rito de la merienda compartida, previo siempre al examen de los ejercicios. La sorpresa la recibí al comprobar que el resultado de mi pequeña contribución iba mucho más allá de lo que había previsto. Krajelinc, que ese día se mostraba especialmente facundo, se declaró asombrado por mi habilidad en la cocina, de la cual no tenía ni la más remota noticia. Según confesó, además, la inmejorable calidad de mi repostería contrastaba con su absoluta ineptitud para ese tipo de labores. Mis tres compañeros, animados por la novedad –el maestro nos sacaba siempre unas galletas un poco secas–, se mostraron alegres, tragones y más conversadores que de costumbre. Por eso, el tiempo dedicado habitualmente al café –un cuarto de hora o, como mucho, veinte minutos– se dilató de forma inusual. Durante un buen rato, me convertí, en contra de mi voluntad y de mis hábitos, en el único protagonista. Primero me vi obligado a explicar cómo había conseguido esa receta de plum cake y por qué tenía tanta práctica para elaborarlos. A esto siguió el inevitable relato de la industria puesta en pie junto a mi amigo Ismael, lo que suscitó la aprobación circunspecta y un poco paternalista de Krajelinc: “Lo has hecho muy bien, Marcos –dijo, como si estuviese concediéndome un premio, y luego añadió intranquilo–: No sabía que atravesaras por una situación tan precaria”. Ilusionado con aquella inesperada muestra de afecto y como presa de una súbita embriaguez que me hiciera olvidar mi escasa destreza para hablar de mí mismo en público, me atreví con el episodio de las veintidós unidades para el William´s, que Catalina siguió con fervor y al término del cual exclamó admirada: “¡Sois dos auténticos emprendedores!”. Luego, por fortuna, la charla derivó hacia otros temas, pero yo había tenido ya bastante recompensa, por lo que me sentía repentinamente feliz y casi reconciliado con mis compañeros. Krajelinc contó que él, en su etapa de estudiante en Berlín, también se las había visto y deseado para arrostrar todo tipo de adversidades, pero que le había merecido la pena por la categoría del maestro con el que estaba formándose. Jaime le interrumpió para anunciar que John Cage venía a Madrid y que iba a tocar con un piano afinado en cuartos de tono, noticia que a él le parecía de una relevancia extraordinaria y que los demás decidimos pasar por alto. Catalina dijo que ella, que había aprobado al fin las oposiciones y estaba a punto de enfrentarse a su primer trabajo como maestra, pensaba que lo más difícil de todo era enseñar. Yo miraba cada tanto por la ventana y me daba cuenta de que, a pesar de que en esa época del año los días se alargaban como si no tuviesen término, la luz estaba ya declinando. Poco a poco, y aun a riesgo de perderme algo divertido o de importancia, empecé a desligarme de aquellas conversaciones intrascendentes y fui quedándome más bien con la música de las palabras, con la sensación agradable, y en cierto modo novedosa, de estar cómodo entre ellos, de considerarles, quizás por primera vez, una buena compañía. Mientras los demás parloteaban, ajenos por completo a que el objetivo de la reunión era dar clase, me sentí lo bastante tranquilo como para enfrascarme en mis pensamientos y recuperar algunos sucesos de los días anteriores. Podía estar contento porque había reducido la preocupación por el cambio de violín a su justa medida y tenía, al menos en ciernes, una idea sobre cómo obtener el dinero para pagarlo; los estímulos que estaba recibiendo de Krajelinc eran también, por suerte, inmejorables: me había mandado unos ejercicios de cierta dificultad y, un jueves tras otro, elogiaba sin cesar mis progresos. En relación a mi economía, no había grandes motivos de alborozo; pero, gracias a la iniciativa de Ismael y a la responsabilidad con que yo había encarado mis obligaciones, gozaba ahora de una situación más o menos estable, en la que podía hacer frente al alquiler y las cuentas y en la que, en definitiva, tampoco me faltaba nada.

De esa apacible meditación me sacó de pronto la estridencia de una risa: era el singular Manolo Viola, quien, para sorpresa de todos, se había lanzado, igual que los demás, al ruedo de las anécdotas. Por lo que pude entender, estaba contando un gracioso episodio de su vida laboral anterior al descubrimiento de su vocación de músico. Se trataba de un suceso ocurrido en una colocación que le había procurado un tío suyo sindicalista, donde, a causa de unas desavenencias con el jefe, había durado menos de una semana. Hablaba muy alto, atropelladamente, y se reía a la vez sin parar, acaso por la falta de costumbre. Krajelinc le observaba interesado, atento; creí yo deducir que con simpatía. Fue a raíz de esa escena como me dio por pensar que, a fin de cuentas, aquel no era un mal grupo; atípico, eso sí: personalidades marcadas, distintas y quién sabe si todas dotadas para la música. Pero eso no tenía por qué afectarme a mí. A la larga, cada uno seguiría su camino y, ayudado por el maestro, alcanzaría el límite de sus posibilidades. Volví a mirarles con el matiz aportado por esa última reflexión, mientras escuchaban el torpe relato de Manolo, y pensé que sin duda allí faltaba Claudia. Me golpeó de pronto la corazonada de que, frente a ellos, Claudia y yo teníamos bastante en común, tal vez mucho más de lo que cualquiera diría a simple vista, y de que habríamos podido intercambiar impresiones. Me hubiera gustado invitarla también a plum cake, como si ese día ejerciese un poco de anfitrión, y que no se perdiera una clase en la que nadie había tocado aún, pero que estaba resultando tan festiva.

Entonces sucedió algo imprevisto, un acontecimiento que de veras me sobresaltó. De repente, sonó el timbre. Yo desperté de inmediato de mis ensoñaciones y me di cuenta de que dentro de mí se ponía en marcha una súbita alerta. Pensé que no era posible que fuera Claudia, que, por muy extraordinaria marcha que llevase la tarde, eso ocurría únicamente en el cine; pero a la vez me dije que de casualidades estaba la vida llena y que, al fin y al cabo, algún día tendría que aparecer. A petición de Krajelinc, Catalina se levantó a abrir la puerta y todos nos quedamos intrigados y esperando, yo más nervioso que nadie. Oí entonces la voz chillona de la futura maestra que decía: “¡Hombre, tú por aquí! ¡Tanto tiempo sin pasar por clase!”, e incluso creí reconocer la de ella que, amortiguada por los pasos en el corredor, le respondía. El personaje que apareció en su lugar, sin embargo, precedido por el “¡Mirad quién ha venido!” de Catalina, guardaba pocas similitudes con Claudia. Era un hombre joven, aunque mayor que todos nosotros, fuerte en apariencia y más bien canijo de estatura, provisto del correspondiente estuche de instrumento. Pero, a despecho de lo que se intuía un violín por la forma y el tamaño, el aspecto de aquel sujeto insinuaba cualquier profesión menos la de músico clásico. Iba todo vestido de negro: enfundado en unos ajustadísimos pantalones vaqueros negros, embutido dentro de una pequeña cazadora de cuero negra con tachuelas de plata y flecos en las mangas y calzado con unas botas del mismo color e igualmente ornamentadas. El pelo lo tenía también muy oscuro, además de extremadamente largo y fosco, y los bigotes eran retintos y de revolucionario mejicano, algo derrengados hacia las anchas patillas y confundidos ya con la barba de varios días.

Tan peculiar individuo entró en el salón y se plantó frente a todos con una solícita sonrisa en los labios.

–¡Qué hay, familia…! –dijo, en tono despreocupado.

–¡Manolo Violín! –saltó entonces Krajelinc.

Un par de minutos después, yo había comprendido que, definitivamente, esa tarde nadie subiría a la tarima a tocar. Manolo Violín repartió abrazos y palmadas a todos, se quitó la cazadora con flecos, dejó el estuche con el instrumento en el suelo y se sentó a continuación en el sofá, desde donde dio buena cuenta de lo poco que quedaba de bollo mientras era acribillado a preguntas, en un interrogatorio dirigido de principio a fin por Catalina. A Krajelinc se le veía perturbado por aquella aparición y, en cierto modo, un poco molesto. Tuve la sospecha de que algo de lo que había hecho este Manolo le disgustaba, probablemente la escasa formalidad con que, según tenía yo entendido, había abandonado tiempo atrás las clases. Pero a él no parecía importarle mucho o, quizás, no se había enterado; o tal vez, conocedor del carácter quisquilloso del maestro, había decidido no tenerlo en cuenta. Simplemente se dedicaba a comer y a responder a las preguntas de Catalina, que demostró ser la entrevistadora ideal, capaz de organizar la charla decidiendo, en todo momento, quién preguntaba, quién no, cómo y cuando, para conseguir así, con total eficiencia y en solo cincuenta minutos, un relato bien estructurado y completo de las peripecias vividas por su antiguo compañero en los once meses anteriores, justo el tiempo transcurrido desde su misteriosa desaparición.

Durante ese período, mientras yo superaba mi crisis con la guitarra, conocía a Krajelinc, me iniciaba en los secretos del Tesoro y cocinaba toneladas de plum cakes, a Manolo Violín le habían ocurrido las siguientes cosas: primero se había largado a Venezuela, donde recorrió doscientos kilómetros del Orinoco en canoa y donde había perdido a tres amigos que viajaban en la embarcación delantera y que cayeron por un salto de agua ignorado en todos los mapas; advertido por la suerte de estos, se salvó de perecer él también gracias a su rapidez para tirarse al río y sujetarse a unas lianas; a continuación, durante cinco meses, convivió en estado semisalvaje con tribus amazónicas en mitad de la selva; allí se amancebó con una aborigen que esperaba ahora un hijo suyo, pero decidió que, si había huido de Madrid por su rechazo a las responsabilidades, tampoco iba a sujetarse, así como así, a la primera india warao que se le cruzase en el camino; escapó en mitad de la noche, en una curiara, y volvió a naufragar por la tormenta; pasó luego a Brasil y trabajó de sol a sol talando ilegalmente árboles y acarreando maderas preciosas junto a malhechores, capataces de latifundio y esclavos del siglo XX; en Colombia se convirtió en traficante, primero de coca y luego de esmeraldas, única forma en la que había logrado reunir el dinero suficiente para volver a casa. En total, se fugó de tres cárceles, ingresó en cuatro hospitales y sufrió ocho accidentes automovilísticos, un descarrilamiento de tren, un aterrizaje forzoso, dos secuestros y tres intentos de asesinato; robó todo lo que pudo, comió de lo mejor y de lo peor, durmió en cama pocas veces, estudió el violín cuando le fue posible y salió al final indemne de la aventura, según dijo, sin haber hecho, por voluntad propia, mal a nadie. Como colofón y ante la insistencia de Catalina, que seguía pidiéndole eufórica todo tipo de detalles, aclaró el motivo de su visita.

–He venido solo a saludaros y a decir que me reengancho a las clases –afirmó con total pachorra–. Pero eso ya casi para el próximo día, que he vuelto antes de ayer y llevo sin tocar tres meses.

Puedo asegurar ahora que, en esas circunstancias, Krajelinc no supo cómo reaccionar, y que lo mismo nos ocurrió a los demás. El relato del recién llegado Manolo nos había dejado completamente atónitos. Hablaba con igual naturalidad de pirañas, traficantes y escalas en do mayor. Acaso para hacerse perdonar la espantada, nos contó también que había tocado mucho a Bach a orillas del Orinoco, que su novia warao tenía gran sensibilidad para la música y que había echado de menos a su profesor de violín y a todos los del grupo. Luego, en medio de un silencio que se hizo largo e incómodo, y no sin cierta dificultad para  arrancar, se atrevió al fin con una disculpa.

–Siento haberme marchado de esa forma, sin despedirme –dijo, con la voz entrecortada–; pero es que era una oportunidad única, que no podía perder. Y ahora ya me quedo.

Temí que el maestro aprovechara ese momento para desquitarse; pensé que quizás no resistiría la tentación de ponerle en su sitio, incluso recurriendo a una cierta humillación pública; que le diría que sus clases no eran un lugar del que se pudiera entrar y salir a placer, que él mismo había accedido a aquellos conocimientos después de muchos esfuerzos y muchas dificultades y que, si no tenía claro su objetivo de tocar el violín, lo mejor era que lo dejase. Pero, en su lugar, Krajelinc bajó la mirada hacia el suelo, se observó un momento las manos y respondió con serenidad:

–No te preocupes, siempre serás bienvenido. Solo espero que no hayas descuidado mucho las posturas, que a veces tocar mal es peor que no tocar.

A pesar de esa actitud tan tolerante, me pareció que la llegada de Manolo Violín, seguida por el relato de sus prodigiosas andanzas, le había puesto súbitamente triste. Se había quedado sentado en su sitio, sin hablar, mirando al vacío. Detrás de él, por la ventana, se veía una cerrada noche de verano; entraba calor, un bochorno impregnado por el ligero perfume de los árboles, quizás hubieran regado ya las calles. Entonces Krajelinc se levantó y todos comprendimos que era la hora de dejarle. A nadie se le ocurrió mencionar que no habíamos dado clase. Salió primero Jaime, en cuanto miró el reloj, porque, según dijo alarmado, su madre le echaría una buena bronca por llegar tarde a cenar. Salieron los dos Manolos, que iban hablando entre ellos con gran animación, y se marchó también Catalina, feliz por haber pasado una tarde tan entretenida. Sin habérmelo propuesto, me quedé allí solo con él, observándole mientras llevaba las tazas a la cocina, limpiaba la mesa, colocaba una partitura en el atril. Y, cuando iba a recoger mis cosas yo también, algo de pronto se rebeló dentro de mí y empecé otra vez a preguntarme qué tipo de alumnos había elegido, por qué habría tomado esas decisiones y si acaso no se merecía una correspondencia mejor. Me di cuenta de que una atadura inexplicable me retenía en su casa, como si me resistiese a marcharme sin haberle hecho saber antes que no todos nos largaríamos al Amazonas a la primera oportunidad.

Krajelinc reparó con sorpresa en mi presencia y sonrió. Entonces, a continuación, después de pensárselo unos segundos, dijo una frase que, a la larga, resultó para mí trascendental porque incluía una propuesta que yo siempre había deseado y que todavía no le había oído nunca; un ofrecimiento que, quizás sin él pretenderlo, supuso un cambio absoluto en la relación que habíamos mantenido hasta ese día.

–Bueno, aunque es un poco tarde, lo que voy a hacer es estudiar –anunció–. O sea, que puedes quedarte si quieres.

A partir de ese instante, se condujo con rapidez, movido por un extraño sentido de la disciplina y la eficiencia. Primero recuperó su estuche, lo abrió y del interior extrajo con cuidado el instrumento; lo observó sujetándolo en el aire, a la altura de los ojos; comprobó la inclinación del puente y la rectificó apenas. Luego tensó el arco,  lo impregnó bien de resina, se echó el violín al cuello y, antes de que hubiese podido darme cuenta, el concierto había comenzado.

Con la primera nota, ya lo supe todo. No me habría hecho falta escuchar más, esa noche, si eran confirmaciones lo que buscaba. Comprendí por qué Amador había insistido tanto en que estudiase con él, qué había encontrado en su interpretación de reconocimiento, qué de revelación, qué de nueva sabiduría, y le agradecí más que nunca esa perseverancia. Me vi yo también reflejado, aun en mi pequeñez; me vi, no como lo que era, sino en todas mis potencias, expuestas por Krajelinc con tanta facilidad, tan generosamente. Todo aquello aparecía contenido como un enigma en la primera nota, que no era en realidad una nota, sino un acorde de tres sonidos distintos; que no era un vulgar acorde, sino una obra entera; que no era una simple obra, sino nada menos que la Chacona, con la que Bach había demostrado que un violín puede ser un violín y también un piano o una orquesta.

Krajelinc atacó la Chacona sin esperar, cuando yo aún no había acabado de instalarme cómodo en la butaca; descargó de improviso toda la potencia de su brazo sobre ese re–fa–la que enseguida se hizo fuerte dentro de mí; en algún lugar de mi cuerpo encontró cobijo aquel acorde, del cual aún no he podido desprenderme, que hoy incluso me atormenta. Y el acorde se transformó pronto en arpegio, y el arpegio creció hasta ser escala, y la escala me hizo volar hacia aquel infinito implícito siempre en Bach que había mencionado en una ocasión Ismael. Disipada ya la melancolía, atropellada por la fuerza de la música y convertida en vitalidad, Krajelinc interpretaba a Bach, y todo lo que decía a través de su violín era emocionante y era cierto. Y era la suya una verdad que nos incluía a todos; porque Krajelinc, según tocaba, era capaz de detenerse para preguntar: “¿te gusta cómo queda este pasaje?”, “¿crees que debería hacerlo de esta otra forma?”, “¿piensas que consigo el sonido que buscamos, que me acerco al ideal?”, “¿crees que me entiendes, que me explico?”.

Conmovido por aquella humildad le oí tocar. Solo le iluminaba la penumbra de un pequeño reflector. Era ya muy tarde. La noche entraba a raudales por la ventana y la silueta de Krajelinc se había convertido en poco más que una sombra en movimiento. Aun así lo encontré reproducido en el espejo y así pude reconocerle también en las fotos que colgaban de la pared: el mismo gesto, el mismo placer y el mismo dolor antiguos por el placer y el dolor antiguos de los hombres. La expresión de Krajelinc tocando era la imagen especular de las fotos que había investigado en mi primera visita a esa casa, las de sus jornadas de gloria en los más señalados teatros. Con una sencilla camisa y un modesto pantalón en vez de un frac, Krajelinc actuaba para mí –su público– como había actuado tantas veces para otros públicos del mundo, sin duda más entendidos, más elegantes. Pero él subía con la misma ligereza por el diapasón, arrancaba armónicos como quien coge frutos de un árbol, cambiaba el golpe de arco con deleite y convertía el instrumento en un refinado juguete, se entregaba a la dulzura de una melodía como si se encontrase en el universo completamente solo.

Cuando acabó –estoy seguro–, se había olvidado ya de mí. Agazapado en mi butaca, entre almohadones, hecho un ovillo, extasiado, insomne y feliz, yo hubiera seguido observándole por los siglos de los siglos.

Berlín, 16 de septiembre de 1981

 

Querido Marcos:

 

Cabezón era un genio, dijo Bach. ¿Qué te parece? A estas alturas de mi vida vengo a enterarme de que la clave estaba en Palencia y en el Monasterio del Escorial y en Coimbra y en la multitud de iglesias pequeñas que Kassnar y Baumgartner recorrieron juntos hace algo así como veintitantos años. ¡Qué pareja, madre mía! ¡Lo que hubiera dado por verlos hurgar entre tanto legajo polvoriento! ¿Te acuerdas de que nos preguntábamos por qué, cuando me lo presentaron, Baumgartner me habló en perfecto castellano (de Valladolid, casi me atrevería a decir)? La respuesta es sencilla: porque Guillermo Kassnar fue el primero en proclamar, frente al hiriente escepticismo de sus colegas, la admiración de Bach por Antonio de Cabezón, y Baumgartner, que por entonces no era la eminencia que es hoy sino solo su discípulo más aventajado, le dijo que él sí estaba dispuesto a acompañarle a donde hiciera falta, y ambos tuvieron la osadía de dejarlo todo para recorrerse de norte a sur la España franquista y el Portugal salazarista con el único propósito de rastrear las raíces de aquella fascinación.

Me supongo que, a estas alturas, ya te habrás perdido y que es justo y necesario que te ponga en antecedentes. Perdona que haya entrado tan a saco; mi única excusa es que hasta hace un momento he tenido en mis manos el Libro llamado arte de tañer fantasia, publicado por fray Thomas de Sancta Maria, en Valladolid, en 1565, y no he podido sustraerme al influjo de estos facsímiles destartalados, descosidos por todas partes y endiabladamente complejos que ahora constituyen el grueso de mis lecturas. Y tan excéntrica actividad me ha metido de golpe en la cabeza la imagen de Baumgartner, de la mano de su maestro, Guillermo Kassnar, peleándose con curas y funcionarios locales de la roñosa administración franquista de los años cincuenta para convencerles de que debían abrirles los archivos y dejarles investigar cuanto quisieran, y permitir así que el aire entrase un poco en el ambiente musical de ese maltratado país y también en sus vidas (esto último lo añado yo); porque, según se repetían ellos, la clave no estaba en Köthen ni en Lübeck ni en Arnstadt, sino en Castrillo de Matajudíos y en Santa María la Mayor. Eso fue lo que tuvieron que hacer ambos para extraer tantas y tan ricas enseñanzas de la frase que da comienzo a todo: Cabezón era un genio, dicho, si damos crédito a la insolente convicción de Kassnar, por el mismísimo Bach.

Pero ya me he despistado de nuevo y me imagino que me estarás maldiciendo otra vez por este rollo que te suelto, ajeno, en apariencia, a lo que me ha ocurrido en los últimos meses. No te extrañen, de todas formas, estas digresiones no demasiado coherentes, sin duda para ti inesperadas. Acaso las comprendas mejor cuando te haga partícipe de mi situación. Me encuentro solo en mi cuarto, en este cuarto minúsculo y feo que es lo único que he podido alquilar en Berlín, amueblado nada más que con una cama estrecha, una mesa desnuda con una silla y un modesto ropero vertical. Ahora mismo, mientras te escribo sentado a la mesa, tengo frente a mí una ventana que deja ver una pequeña plaza, muy pequeña, poco más que un ensanchamiento de la calle, pero con su par de árboles azotados por el viento y sus palomas ateridas. Aquí el verano se esfumó hace ya mucho y me temo que lo mismo va a ocurrir dentro de poco con el otoño. Para colmo, hoy la tarde se ha puesto de repente gris, perfecta para la melancolía, suena en la radio Preludio y presto, en fa sostenido menor, de Sylvius Leopold Weiss, y tal vez por todo eso se me haya disparado la imaginación hacia el pasado al comenzar esta carta. Debes tener en cuenta, si te avienes a disculparme, el mundo en el que ahora vivo inmerso: ensayos con Baumgartner tres veces por semana, actuaciones con el Concentus cada tanto y, a diario, horas y más horas de estudios de música antigua para cumplir con las expectativas que ha depositado sobre mí mi director y ponerme a la altura de mis compañeros. Y es justo esta actividad cotidiana, ininterrumpida, absorbente, lo que acaba siempre por conducirme a la juventud de Baumgartner, que confieso que me fascina, y a la relación que él mantuvo con su maestro –el gran Kassnar–, y a Antonio de Cabezón, por el cual Kassnar desarrolló una especie de devoción obsesiva, incluso te diría que malsana, que le hizo convertirse en el máximo especialista en su obra y también –pero esto casi por añadidura, como una consecuencia lógica pero no buscada– en el musicólogo más renovador de su tiempo; me transporta a la vez a una España tenebrosa que por fortuna ya no existe, pero que desde aquí se intuye aún demasiado cerca, a las aventuras que en ella debieron correr ambos, profesor y alumno, durante sus años investigadores, y a algún que otro personaje curioso que me duele ahora mismo dejar de lado, pero que deberá quedar por fuerza para una mejor ocasión. Porque la verdad es que, aunque no lo parezca y pienses que estoy de broma, te diré que hoy dispongo de poco tiempo. Son casi las seis de la tarde y, a las siete, he quedado con un compañero del Concentus, Piero Meloni (Pierino), para ir a hojear partituras a Musik Riedel, en la Uhlandstrasse (sí, empiezo a hacer amigos, menos mal), y antes de salir quería simplemente dar noticias y contarte algo de mi nueva vida; los varios folios que llevo escritos, sin embargo, no creo que cumplan en absoluto con esa finalidad. Por eso, en la media hora que me queda, prometo hacer un esfuerzo: me mantendré alejado de fantásticos sucesos históricos y solo te daré cuenta de los hechos más recientes. Vamos allá:

Según te dije en mi anterior carta, Baumgartner no me estaba esperando en Berlín cuando llegué. Encontrarme de pronto solo en esta ciudad fue para mí una experiencia durísima: invierno, un frío estremecedor, los ahorros menguando día a día y la insidiosa sospecha de haber metido una vez más la pata. Ahora me consuela, sin embargo, la tranquilidad de saber que tampoco él tuvo la culpa: simplemente estaba de gira –en el Concentus viajamos a menudo– y no recordaba con claridad la fecha de mi vuelo; de verdad que Franz tampoco está libre de rarezas, pero no me imagino un temperamento menos proclive a la informalidad que el suyo. De haber tenido noticias sobre mí –me aseguró y no dudo de su palabra–, me habría pedido que corriese a reunirme inmediatamente con ellos.

Y ahora, para que te hagas una pequeña idea sobre su carácter, vas a permitirme que te cuente nuestro primer encuentro, porque, según creo, le retrata bastante bien. Fue en su propio domicilio, donde él me había citado y adonde me dirigí con la guitarra provista de cuerdas nuevas y el corazón en un puño. ¿Querrás creer que ni siquiera el día de mi debut como concertista, a los dieciséis años, me sentí tan inseguro? Baumgartner solo me había oído, hasta entonces, en unas cuantas cintas de casette rudimentariamente grabadas en mi habitación y remitidas luego por correo. Es evidente que no le disgustaron y así me lo hizo saber; de lo contrario, yo no estaría aquí en estos momentos. Pero una cosa es eso y otra muy distinta jugársela a solas, frente a una autoridad mundialmente reconocida, en el mismo salón de su casa. Como carta de presentación, interpreté para él la Canción del Emperador, de Luis de Narváez. Me imagino que la recuerdas. Es una pieza compuesta a partir del Mille regretz, de Josquin Desprez, cuya melodía apasionaba a Carlos V, de ahí su nombre. Me la habrás oído un montón de veces porque, incluso mucho antes de que tú y yo nos conociéramos, se había convertido ya en una de mis referencias fundamentales, poco menos que en una seña de identidad. Y como me sucede casi siempre, en cuanto puse los dedos sobre las cuerdas, conseguí serenarme, de modo que fui capaz de tocar la obra entera con cierta calma; sin embargo, hacia el final me distraje un instante, le observé por el rabillo del ojo y la apatía con que me estaba escuchando me hizo comprender que la elección no había sido acertada. Las razones me parecen ahora evidentes: es una música que él conoce de memoria, lleva oyéndola cuarenta años, dirigiéndola más de veinticinco e incluso –me he enterado luego– ha escrito artículos sobre ella. Te imaginarás que tiene una idea bastante personal y, desde luego, muy precisa acerca de cómo debe entenderse su interpretación. Me gustaría, de todas formas, dejar claro que yo no intenté imitar su estilo ni hacer nada especial para agradarle. Solo me entregué a la pieza de Narváez procurando disfrutar igual que en tantas otras ocasiones; pero, por lo visto, en esta no funcionó.

Cuando acabé, pensé que había sucedido lo peor. Baumgartner seguía instalado inmóvil frente a mí y no daba la más ligera señal de aprobación ni demostraba tampoco interés de ninguna clase. A pesar de los años que he pasado trabajando esa música de Narváez, creo que su juicio sobre mi versión fue exactamente el siguiente: ni fu ni fa. “Tienes una muy buena técnica de guitarrista romántico y podrías hacer carrera, como la mayoría de tus colegas –me dijo, al cabo de unos segundos–. Todavía estás a tiempo de marcharte, te lo advierto. Porque, si empiezas a tocar con nosotros, ya no querrás volver atrás”.

En cualquier otra persona, una declaración así me habría parecido una petulancia. Pero, a él, ese tipo de afirmaciones se le perdonan por algún motivo que no sabría precisar. Ese día, quizás porque habló con una sencillez desarmante, sin intención de ningún tipo, ni vanidad ni malevolencia; ni siquiera resultó irónico, como cuando me fue presentado en Madrid. Yo le dije, también sin inmutarme, que me sentía seguro de la decisión que había tomado y que, para aprender, estaba dispuesto a todo lo que fuese necesario, incluso a empezar de nuevo; eso nos tranquilizó bastante a ambos. Entonces ocurrió algo que en ese momento me resultó desconcertante y que solo pude comprender más tarde. Baumgartner me explicó que había calculado mal la hora de mi llegada y, con mucha ceremonia, me pidió permiso para resolver unos asuntos que le habían quedado pendientes; tenía que hablar por teléfono y escribir un par de cartas y luego ya estaría conmigo otra vez. Me sugirió que, mientras tanto, tocase la guitarra –le gustaba oír música de fondo–, pero a ser posible algo que no fuera barroco ni antiguo, y cuando dijo esto habló buscando mi complicidad y como si esos períodos ya nos aburriesen a ambos.

Después de repasar unos segundos las piezas que llevaba bien preparadas y lamentarme una vez más por las escasas posibilidades de mi instrumento, me decidí por el primer concierto, en la mayor, de Mauro Giuliani, que me había proporcionado varias críticas elogiosas en la prensa especializada española. Era también una obra con la que podría lucirme técnicamente, algo que nunca está de más, aunque el maestro solo hubiera solicitado una humilde “música de fondo”. Había iniciado apenas la introducción, cuando Baumgartner me interrumpió. “Eso que estás tocando me suena. ¿Qué es?” “Giuliani, el Mozart de los guitarristas”. Me miró con un aire entre incrédulo y desesperanzado; y yo tuve, por segunda vez en el día, la impresión de que le estaba defraudando, por lo que me sentí obligado a explicarme mejor: “Es decir, como nosotros no tenemos un Mozart, pues tocamos a Giuliani… ¡Qué le vamos a hacer!” Entonces él reaccionó con una disculpa, preocupado por si me había ofendido sin pretenderlo. “No, no, si es una música muy bonita; de verdad, suena muy agradable… Pero es que yo, ahora mismo, preferiría algo… No sé… distinto. Quizás más moderno, vaya, no clásico… De otro tipo…”.

Asombrado por su actitud (el exquisito especialista en música antigua quería oír composiciones contemporáneas antes de integrarme en su grupo, ¡esta sí que es buena!), decidí cambiar por completo de estilo, aún a riesgo de espantarle con originalidades que a él no le resultasen más que terroríficos engendros. Empecé suave, con unos estudios de Villa–Lobos, y luego fui complicándome la vida: me pasé a las Cinco Bagatelas de Walton, más tarde a la Nocturnal de Britten y acabé con el Nunc, de Petrassi, obra que hace tiempo me vi obligado a estudiar para un examen, pero que jamás llegué a interiorizar muy bien. A todo esto, Baumgartner seguía dando vueltas por la casa, atareado con llamadas y papeles y, en apariencia, mucho más contento. “Eso sí que empieza a sonar de forma muy distinta, me gusta, me gusta…”, le oía gritar desde su despacho; o de pronto le veía asomar la cabeza por la puerta y exclamar sorprendido: “¡Tocas obras de un virtuosismo extraordinario!”. Después de un rato, en vista del éxito que estaba obteniendo, decidí cambiar una vez más de registro y me atreví con el Sua Cosa, de John Duarte. Recordarás que es una pieza con la que me negaron una vez un premio, en el Conservatorio de Madrid, porque la consideraban excesivamente influida por el jazz. El caso es que yo nunca me hubiera imaginado que el máximo adalid del movimiento historicista, Franz Baumgartner, estuviese en condiciones de apreciar una música tan alejada de la suya como el Sua Cosa, pero cuando llevaba solo unos pocos compases apareció frente a mí como un resucitado y dijo: “Veo que tu técnica es además muy flexible, y eso me agrada de modo especial”. El quid de la cuestión estaba en esa frase –me di cuenta luego–, ya que, acto seguido, Baumgartner dejó lo que estaba haciendo y se sentó a escuchar con genuino interés. Cuando acabé, fue como si esa última interpretación le hubiese animado a dar un paso que llevara largo rato sopesando, porque decidió sorprenderme con la petición más extravagante de todas: “¿Y tocas algo de flamenco, tú que vienes de España?”. “Eso sí que no –confesé ya completamente desorientado–. La verdad es que nunca se me ha ocurrido intentarlo”. Entonces él concretó su deseo con un tono de voz mucho más firme, una forma de expresarse que ahora le conozco muy bien y que sé que utiliza solo en contadas ocasiones, normalmente cuando no quiere que haya dudas sobre la importancia de su solicitud: “Es que me gustaría verte rasguear”, dijo muy serio. ¡Acabáramos!, pensé. ¡Eran rasgueos lo que quería! No te diré que la noticia no me cogiera desprevenido, pero sí te aseguro que mi estupor inicial fue seguido por un momento de auténtica inspiración, por la idea más brillante que tuve esa mañana. Sin perder la tranquilidad, seguro de mí mismo e incluso con un punto de orgullo patrio, respondí: “No toco flamenco, pero conozco unos cuantos rasgueos tradicionales sudamericanos que quizás puedan valer”. Al viejo se le agrandaron los ojos y se le puso una enorme sonrisa en la boca antes de decir: “Eso me parece todavía mejor. ¡Muchísimo mejor!”. La siguiente hora consistió en una muestra de toda la serie de estilos populares que, por fidelidad a mis orígenes, me he empeñado en aprender desde niño, a pesar del desprecio que despiertan en los conservatorios oficiales. Toqué el Preludio y danza, de Falú, el malambo La cruz del Sur, de Yupanqui, una zamba y un gato, de Ricardo Moyano, sobre los que improvisé igual que le he visto hacer a él en directo, y una pieza muy sencilla, pero que me gusta mucho y que incluso tú has estudiado, el Rasguido doble, de Ricardo Ojeda. No creo estar exagerando si te digo que Baumgartner acabó auténticamente devorado por el entusiasmo. Mi asombro era mayúsculo, igual que el tuyo ahora, supongo. Yo también estaba feliz, claro, aunque no entendía nada. Pero todo tiene su explicación, un poco de paciencia. El caso fue que, al final de nuestra entrevista –tres horas seguidas tocando–, Franz me dijo textualmente: “El ensayo es el próximo lunes y esperamos contar contigo. Tendrás que estudiar mucho, desde luego; pero por la Canción del Emperador no te preocupes, que ya la trabajaremos juntos en los próximos años”.

Querido Marcos, miro de pronto el reloj y me doy cuenta de que hoy no llegaré a tiempo para encontrarme con Piero Meloni en la Uhlandstrasse ni iré tampoco, por tanto, a Musik Riedel. Pierino es el laudista del Concentus, un tipo extraordinario, italiano de Nápoles (Baumgartner parece empeñado en reclutar gente de todos los países del mundo) y un probado talento, no te imaginas lo que es capaz de hacer con su chitarrone en las manos. Y sin restar importancia a las enseñanzas de Franz, que son impagables, te aseguro que nunca podré agradecerle suficientemente a Pierino todo lo que hace por mí. Su ayuda me está resultando indispensable para conseguir una buena adaptación de mi técnica guitarrística a la de los instrumentos antiguos (él los toca todos, y todos con una sabiduría fuera de lo común). Pero tampoco me preocupa no acudir esta tarde. No se trata de un plantón, nuestra cita era informal, quedamos así a menudo, y por eso no creo que le importe. Del otro lado de la ventana, ya está todo completamente oscuro, y solo de pensar en la temperatura que hará en la calle me entra frío. Además, esta inesperada actividad de escribirte –me había propuesto únicamente dar noticias, insisto– me está resultando muy gratificante. Tengo la sensación de que, al compartir mi experiencia berlinesa contigo, mantengo un hilo de comunicación con España al que no quiero renunciar. No lo veas como algo egoísta, también me interesa todo lo que te apetezca contarme, por supuesto. Me gustaría saber, por ejemplo, qué tal marchan tus estudios con Krajelinc (ese sí que es otro grande; tienes suerte). Espero que estés pegándole duro porque te diré que, si hay algo que me ha sorprendido, es la cantidad de música antigua que hay escrita para violín con acompañamiento de laúd. Acabo de descubrir unas obras fantásticas para esa combinación de uno que se llama nada menos que Tarquinio Merula. ¡Qué te parece! Pero, volviendo a lo de antes, si hablo tanto de mí es porque creo que, escribiéndote las cosas que me ocurren, consigo entenderlas mejor. Ahora, por ejemplo, repaso mi primer encuentro con Baumgartner, que tan desconcertado me dejó al principio, y lo veo perfectamente lógico de comienzo a fin. No sé si es por haberlo trasladado al papel o porque voy conociendo a Franz y lo considero un hombre cabal y coherente, que no actúa nunca a la ligera. Veo claro que, en esa ocasión, me estuvo evaluando desde el primer segundo hasta el último. Entrar en el Concentus es mucho más difícil de lo que se presume o, al menos, de lo que yo había pensado. Menos mal que no lo supe antes de venir y me decidí con una cierta inconsciencia, porque de lo contrario me hubiera costado todo mucho más. Según creo entender ahora, ya con una cierta distancia, Baumgartner nunca desconfió de mi capacidad para tocar con brillantez un difícil concierto, como el Giuliani. De lo que no estaba seguro era de mi flexibilidad, tanto técnica como mental, de mi buena disposición para adaptarme a los cambios, a las peticiones extemporáneas y a las necesidades más diversas (no te diré que aquí todo el mundo toque de todo, pero lo cierto es que la plantilla del Concentus se acerca bastante a esa vieja utopía). De ahí su empeño en escucharme interpretando músicas de estilos distintos. También quería conocer un poco mi carácter, saber si admitía de buen grado las sugerencias o con cuánta susceptibilidad podía reaccionar ante una crítica adversa. Y luego vino el asunto del rasgueo, sobre el cual te debo una explicación. Como más arriba te dije, una vez concluido el Rasguido doble, de Ojeda, Baumgartner me comunicó que estaba aceptado en el grupo y que debía empezar con ellos el lunes siguiente, pero ahí no acabó la cosa. Acto seguido, fue un momento a su despacho y, al cabo de unos minutos, volvió con una partitura en la mano: era la primera pieza en la que yo debía intervenir como miembro del Concentus.

Querido Marcos, tú sabes que en los últimos doce o trece años he tocado todo lo que se pueda tocar en la guitarra y me he visto obligado a descifrar las composiciones más complejas (échale un día un vistazo a la partitura del Nunc, por ejemplo). De hecho, sabes que mi problema ha sido poseer un virtuosismo sin objeto, sin destinatario, sin obras que lo justificasen. Pero es un virtuosismo por el que he trabajado toda mi vida, a fin de cuentas. Pues bien:  la particella que me trajo Baumgartner echaba por tierra toda esa concepción de la música repleta de dificultades y grandes alardes técnicos en la que yo me he criado. Te la describiré un poco para que te hagas cargo de mi estupefacción. Lo primero que me sorprendió fue que Franz apareciera con una sola hoja en la mano, un folio que era en realidad una fotocopia bastante desvaída y que no ofrecía el abigarrado revoltijo de notas por mí previsto, sino más bien una gran cantidad de blanco. Me fijé de inmediato en el título, que sí me pareció prometedor: Passacalli della vita (anónimo, Italia, siglo XVII). Pero, cuando intenté leer aquella música para imaginarme cómo sonaba, pude comprobar que no había sido escrita utilizando el pentagrama entero, sino solo la línea central, que aparecía marcada con un fuerte rotulador negro; las otras cuatro habían sido borradas. Y sobre ese único renglón se veían, de verdad, muy poquitas cosas: apenas cinco acordes distintos, expresados en notación anglosajona (es decir, G, C, D, etc.), que se iban sucediendo, uno tras otro, por lo general en los inicios de cada compás, y unas cuantas flechitas gruesas, dibujadas con mucho esmero y como enganchadas a esa línea solitaria, que indicaban direcciones hacia arriba o hacia abajo. Aquello se completaba a veces con pequeñas figuras de corchea o semicorchea para marcar ligeros cambios de ritmo. Como ya te habrás imaginado, esa es una forma de escribir el rasgueo. De hecho, no era ni mucho menos la primera vez que yo veía algo así, porque es de este modo como se han escrito siempre los rasgueos en las músicas populares (los guitarristas clásicos casi nunca rasguean; lo consideran poco fino, cosa de gitanos). Pero te confieso que, al recibir aquella página, me sentí completamente desvalido; mucho más que si Baumgartner me hubiera encargado que me preparase una transcripción de Liszt. Franz me entregó aquel papel –me imaginé de inmediato que lo habría escrito él mismo– y me dijo: “Esta es tu parte, estúdiatela para el lunes. Creo que, efectivamente, entre todo lo que te he oído tocar esta mañana, hay muchas cosas que nos servirán”. Quise que me diera alguna instrucción para poder interpretar con acierto aquella escritura mínima, pero me dijo que por ese día ya le parecía suficiente y que no me preocupase, que allí me ayudarían todos. Entonces añadió: “Y no hace falta que te lleves la guitarra. Piero Meloni tiene muchos instrumentos antiguos y creo que lo mejor es que empieces desde el principio con ellos”.

Para entonces, se había hecho ya tarde y Baumgartner me dijo que iba a preparar la comida. Franz vive solo y es un hombre extremadamente hospitalario, con una educación exquisita, por lo que me invitó a que me quedase con él, no sé si porque de verdad le apetecía, porque le di un poco de pena o porque se sintió obligado a causa de ese prurito de formalidad. Tú no te imaginas, Marcos, lo que supone para mí tener que resolver mis necesidades nutricias en una ciudad extraña varias veces al día. Cualquier ofrecimiento que me permita compartir una mesa con mantel y una comida casera lo veo como un don del cielo. Si viene de alguien tan interesante como Baumgartner, pues aún más. Como era de sospechar, la cocina no es lo suyo. Hirvió un arroz que le quedó bastante pasado, al que luego fue agregándole todo lo que encontraba en la nevera, sin discriminación de ningún género. Pero yo me estuve allí todavía varias horas. Y si te cuento esto es porque fue entonces cuando me habló por primera vez de Kassnar y de Antonio de Cabezón.

Son ahora mismo las doce de la noche, Marcos. Nunca pensé que fuera capaz de escribir tanto y tan seguido. Me duele ya la mano y había dicho que no me referiría a determinados sucesos para no aburrirte y porque solo pretendí, al principio, darte un saludo, que supieras cómo me iban las cosas. Pero encuentro una atracción en esa historia y en esos protagonistas que me hace volver continuamente a ello, que me impide desentenderme sin más del relato con el que había comenzado esta carta. Es como si le debiera algo a alguien que no acierto a comprender quién es: ¿a Baumgartner, quizás?, ¿a todos los que hicieron posible que yo esté ahora aquí aprendiendo a tocar músicas imaginadas hace tres o cuatro siglos? Puede ser. Lo cierto es que me doy cuenta de que no sería capaz de irme a dormir si no termino lo que había empezado y de que mi relato debe incluir, por justicia, a todos sus actores.

Hay una foto en casa de Baumgartner que atrajo mi atención nada más llegar, incluso antes de que sacara de su estuche la guitarra. Es una foto de considerables dimensiones y de hace al menos veinticinco años, que en su día habrá sido de gran calidad, parece un trabajo profesional. Hoy conserva aún los colores, pero, a causa del sol que le da de lleno, la copia ha adquirido una ligera tonalidad sepia que confiere a todo un aire indefinido. En la imagen se ve, al fondo, la fachada principal de una iglesia románica española: Santa Inés de Cuéllares, en la provincia de Palencia. En primer plano, de pie, en la plaza que antecede a la iglesia, se sitúan los dos protagonistas de la historia: Guillermo Kassnar y Franz Baumgartner. Kassnar es muy alto, flaco, y tiene la cara angulosa y larga, la nariz fina, recta, y el pelo escaso y desordenado. Está fumando en pipa y posa con aire flemático; le supondría inglés, de no saber que es alemán. Baumgartner es más bien bajo y fue rechoncho en su juventud. ¡Vaya sorpresa! Mira a la cámara con ojillos traviesos y contentos y, a la vez, parece estar pendiente también de algo que ocurriera a sus espaldas. Con las dos manos sujeta un libro estrecho, que ha colocado entre ambos, y lo enseña con satisfacción, convirtiéndolo deliberadamente en el centro de la imagen.

Pero hay alguien más en esta foto: un personaje que aparece algo retrasado con respecto a ellos y que sujeta del cabestro a un burro. Es un hombre delgado, de edad mediana y muy moreno, con una tez que, incluso a través del tiempo y pese a la decoloración de la copia, se adivina muy cetrina y que contrasta con el aspecto claramente nórdico de los otros dos (Baumgartner es rubio; Kassnar, pelirrojo). Este individuo se sitúa con su animal entre ellos y la fuente de la plaza –justo en el lugar hacia el cual Franz ha dirigido la mirada–, como si quisiera huir de la escena o le hubiesen pillado in fraganti haciendo algo no muy correcto. Quizás solo esté llevando a su burro a beber, pero la impresión que da es muy otra, porque ha localizado la cámara y la mira de reojo y como con cierto recelo; algo hay en su expresión que deja traslucir un fondo de vergüenza, acaso no sea más que simple desconfianza hacia el artilugio que les enfoca a todos. Es un hombre fundamental en el desarrollo de los acontecimientos, pero ese es un dato que yo no conoceré hasta más tarde.

Reparé en esa imagen nada más entrar, aunque obviamente no se me ocurrió cogerla –está en un bonito marco y colocada sobre una repisa–, ni tampoco hacer pregunta alguna. Fue después, en el rato en que Franz me había dejado solo para dedicarse a vaciar todo el frigorífico dentro de la fuente de arroz blanco, cuando me atreví a prestarle de verdad atención. Entonces él entró con la comida y sí que me sorprendió a mí in fraganti. “¡Ah, esa foto…!”, dijo con súbita ternura, y yo supe que había encontrado el momento propicio para contarme una historia que, si iba a formar parte del grupo, debía saber. Empezó a hablarme de Kassnar sin previo aviso, mientras servía los platos, y en todo momento se refirió a él por su apellido o llamándole directamente “mi maestro”. Desde el inicio dejó claro cuánto le debía: sin Kassnar su trayectoria habría sido muy distinta, aseguró, y a mí no me cupo ninguna duda de que habría sido también peor y de que, en su opinión, esa deuda suya nos concernía a todos.

Al principio, cuando se conocieron, Kassnar era solo un organista alemán más, poseedor de un gran virtuosismo sobre cualquier tipo de teclado, eso sí, y diligente estudioso de Buxtehude, Bach y Pachelbel, sobre quienes había escrito diversos ensayos. Pero, por una casualidad que permanece aún sin aclarar, tuvo la suerte de descubrir antes que sus colegas las obras de Antonio de Cabezón, compositor que en Alemania era, por entonces, prácticamente ignoto. Kassnar quedó fascinado por la originalidad de la Música para arpa, tecla y vihuela, de Cabezón, y en especial con las Diferencias sobre el canto del caballero. De aquella época data su primer éxito como musicólogo. Se trata de una victoria fácil, en realidad, ya que lo único que hizo fue deshacer un viejo entuerto relativo a Cabezón y a los virginalistas ingleses. Sin grandes dificultades, Kassnar consiguió demostrar en un artículo que aquella teoría según la cual Cabezón lo había aprendido todo de los virginalistas era completamente falsa. Es más, pudo dejar sentado que, en sus viajes a Inglaterra, Cabezón no había sido alumno, sino maestro de intérpretes, y que los tan apreciados virginalistas –incluyendo entre ellos hasta al propio William Byrd– le debían muchas de sus supuestas invenciones. Era una cuestión casi académica que no afectaba a demasiadas personas, puesto que, como te he dicho, nadie conocía a Cabezón y, además, Cabezón era español y por eso a muy pocos les preocupaba que se estuviese cometiendo con él esa injusticia. Pero Kassnar obtuvo así cierto renombre –en círculos muy reducidos, claro está–, decidió que a partir de entonces se volcaría de lleno en la musicología y, sobre todo, encontró el estímulo necesario para continuar investigando sobre Cabezón y su obra.

Dos años después, en un nuevo artículo –escrito, en esta ocasión, sobre la técnica de las variaciones para órgano en el primer barroco–, dejó caer, como de pasada, su tesis más original: la de que la música de Cabezón había llegado hasta Bach y había ejercido sobre él gran influencia. Lo que Kassnar seguramente no calculó fue que la razón de que le hubiesen tolerado su heterodoxia en la cuestión de los virginalistas era que a nadie le iba ni le venía nada con ellos porque, en definitiva, eran todos extranjeros. Pero meterse con Bach en la Alemania de los años cincuenta era una cosa muy distinta, y aquella idea cayó como una provocación. Para colmo, no era una teoría que él pudiese probar, sino solo una intuición genial que había deslizado en un artículo de forma sin duda apresurada. De la noche a la mañana, Kassnar pasó a ser considerado un lunático, y fue entonces cuando decidió marcharse a esa dictadura cerril y maloliente que era España, y trasladarse luego desde allí hasta Portugal, donde ocurría tres cuartos de lo mismo, para probar una tesis que acaso no fuera más que una romántica ensoñación. Como ya te puedes suponer, el único que le acompañó en esta empresa fue su sobresaliente discípulo Baumgartner, que se marchó con él no solo porque compartiera sus ideas –que le parecían extraordinarias y se lo siguen pareciendo–, sino también porque no había cumplido aún los treinta y se vio repentinamente contagiado por ese espíritu de aventura.

El propósito inicial del viaje era analizar in situ las obras de Cabezón, a través de las recopilaciones editadas por su hijo Hernando, y profundizar en esa suposición de que existía una vía “cabezoniana” para comprender mejor a Bach, algo que, según las investigaciones de Kassnar, se reflejaba sobre todo en la forma de ornamentar y en la modernidad de algunas modulaciones. Pero, en realidad, Kassnar poseía un objetivo secreto mucho más ambicioso: encontrar algún documento que acreditase que determinadas piezas de Bach toman prestado un material temático original de Cabezón. Kassnar quería probar que, del mismo modo que Bach copió conciertos de Vivaldi, los transcribió, los instrumentó y los publicó como propios –algo perfectamente aceptable en su época–, también se había servido de la música de Cabezón de un modo similar e incluso con anterioridad.

Más de una década duró el recorrido de ambos por la península, y Kassnar, ayudado por su alumno, se convirtió, en el transcurso de aquellos años, en el mayor especialista en Cabezón que jamás haya existido. Todo lo averiguó sobre él, todo lo supo sobre su vida y su obra inmensa: su infancia en Castrillo de Matajudíos, sus estudios con García de Baeza en la catedral de Palencia, su temprano ingreso en la Corte (Kassnar experimentaba una emoción inexplicable ante la imagen del adolescente ciego y tañedor de tecla, puesto al servicio de la hermosa Emperatriz Isabel), su matrimonio, su amistad con Felipe II al final de sus días, su religiosidad, sus viajes, su cultivo del arte de la variación, su tendencia al cromatismo, su aprecio por la disonancia. Tan identificado acabó con la música de Cabezón y tan minuciosamente llegó a conocerla, que era capaz de tararear cualquier pasaje de su enorme catálogo de forma perfecta y en cualquier momento, sin necesidad de preparación previa alguna. A pesar del inconveniente de no disponer de forma habitual de un teclado, Kassnar encontró el modo de tocar a Cabezón casi a diario durante toda su aventura española. No desperdició ninguna oportunidad, ningún instrumento a su alcance, y así acabó siendo su mejor conocedor y su mejor intérprete.

La evolución de Baumgartner fue, en cambio, algo distinta, puesto que nada más llegar modificó la orientación de su trabajo, creo que animado por el propio Kassnar. Franz se dio cuenta de inmediato de las posibilidades que un país tan abandonado culturalmente como España le brindaba para realizar una meritoria labor de recuperación de música antigua desconocida, para la cual podría contar con la inestimable guía de su maestro. Con muy buen sentido, juzgó también que todo lo que encontrara correspondería a una época en que el Imperio Español era el centro del mundo, por lo que esos documentos, además de contener una excelente música, tenían por fuerza que ayudarle a comprender mejor las técnicas y los recursos interpretativos de aquellos siglos tan complejos, algo que, según había comprobado, ya ocurría con las indicaciones proporcionadas por el mismo Cabezón en sus Diferencias. Así, de esta forma casi improvisada, quedó constituida desde el inicio una sociedad de ayuda mutua que era, al tiempo, una clásica relación entre maestro y alumno, una amistad que iba consolidándose día a día y un renovador proyecto de investigación que, al menos por una vez, no estaba centrado en los países europeos musicalmente fuertes.

De más está decirte que el afán de aventura del joven Franz se vio plenamente satisfecho, aunque no siempre en el sentido que él hubiera deseado. El primer año fue tranquilo. Todavía tenían dinero, estaban aún centrados en Cabezón y se impusieron la tarea de repasar todas las fuentes disponibles, conocidas ya por el grueso de la comunidad de investigadores. Se movieron entre El Escorial, la Universidad de Coimbra, las catedrales de Burgos y Palencia y el archivo de Simancas. Pero el agotamiento de estas fuentes y la urgencia de dar con nuevas músicas, aún no catalogadas, los arrojó pronto fuera de los circuitos oficiales. A partir de entonces, se vieron obligados a rastrear hasta en los sitios más apartados (iglesias medio derruidas, archivos de toda clase, pequeños ayuntamientos, museos locales, colecciones privadas…), sin ningún tipo de apoyo oficial, hablando un precario español y pagándoselo todo de su bolsillo. Las peripecias que cuenta Baumgartner, cuando se pone a ello, no tienen término, te lo aseguro. Y no te extrañe: en un país que acababa de salir de la posguerra, dos extranjeros que decían ser musicólogos e iban de pueblo en pueblo sin un duro, se vestían malamente, comían donde podían y se alojaban siempre de prestado, tenían muchas posibilidades de dar con sus huesos en el cuartelillo de la Guardia Civil, como efectivamente les ocurrió en tantas ocasiones.

Kassnar volvió a Alemania, después de algo más de diez años, convertido en la mayor autoridad en Cabezón y en toda la música española de la época, aunque nunca diera con el documento definitivo para probar su tesis sobre la condición plagiaria de algunas obras de Bach. Este fracaso, aun siendo menor a la vista de los éxitos obtenidos, le mortificó hasta el final, puesto que jamás se resignó a abandonar su primitiva idea. En ese tiempo, Baumgartner, guiado siempre por su maestro, descubrió, tal como pretendía, un apreciable número de composiciones que permanecían ocultas; entre ambos las analizaron, las anotaron, consiguieron que se editaran y ahora se tocan en los conciertos y se estudian en los conservatorios. Con todo, lo más importante en la vida de Franz fue que, como resultado de aquella experiencia, terminó encontrando su verdadera vocación: reunir a un grupo de instrumentistas y enseñarles a interpretar la música anterior al siglo XIX con un espíritu de verdadera fidelidad a los usos y costumbres originales, algo que debía ir más allá de los únicos pasos dados hasta entonces, que se reducían a la mera utilización de instrumentos más o menos antiguos. Poco después de regresar a Berlín, convenció a los mejores y fundó con ellos el Concentus, que obtuvo un éxito casi inmediato y que, por suerte, lo sigue conservando.

Pero hay un episodio especial en el largo viaje de Kassnar y Baumgartner, que se produce justo un año antes del retorno a Alemania y que es el que recoge la imagen de la que te he hablado. Se trata del momento en que consiguen sacar a la luz el más valioso de los tesoros descubiertos: la Instruccion harmonica para tañer diferencias, tientos y fantasias, assi como otros sones, del bachiller Anselmo de Valdavia; el libro que tienen en las manos, por supuesto. Aquella instantánea fue tomada en 1963, y su autoría corresponde efectivamente a un profesional al que hubo que ir a buscar adrede a la capital de la provincia. Solo unos meses antes de esa foto, sin embargo, nada hacía presagiar un hallazgo semejante. Kassnar y Baumgartner acusaban ya un feroz agotamiento; llevaban años sin la seguridad de un hogar, habían cosechado éxitos más que razonables y entreveían el peligro de convertirse en nómadas perpetuos. Además, Kassnar se había dado por vencido y había claudicado en su propósito de documentar la fascinación de Bach por Cabezón (o, al menos, eso pensaba, puesto que mucho después, ya viejo, volvió a intentarlo en un último y desolador viaje). Pero, en ese momento, a pesar de todo lo que habían aprendido, de la dulce perspectiva del regreso y del reconocimiento que con su trabajo tenían asegurado, ambos se resistían a volver. Habían oído hablar de la Instruccion –no me preguntes cómo– y Kassnar, quizás dolido aún por ese desengaño que no conseguía superar, se empeñó en que perdieran unos meses más buscándola en la provincia de Palencia. La perseverancia, como sabes, les condujo en este caso a un final feliz, y la situación en la que regresaron a Berlín no pudo ser más favorable. La edición comentada que hicieron de esa joya indiscutible que es la Instruccion de Valdavia no solo rehabilitó por completo a Kassnar ante sus colegas alemanes, sino que los situó a ambos en la cúspide de la renovación musicológica, tanto por la originalidad del documento que habían encontrado y la calidad de su música como por los innovadores criterios que utilizaron para interpretarlo. Hoy se considera que la Instruccion es uno de los tratados fundamentales para comprender el arte de la ornamentación y la mutación rítmica en la época (no solo referido a la música española, evidentemente, sino con carácter europeo). Se encuentra en la Biblioteca Capitular de la Catedral de Palencia y se hacen de él facsímiles y nuevas ediciones constantemente; por eso te aconsejo que, aunque sea por simple curiosidad, lo consultes en cuanto puedas. Pero me doy cuenta de que me he apresurado al hablarte de éxito. Para ser justo, debería haber dejado testimonio de las vicisitudes por las que antes tuvieron que pasar; y, sobre todo, tendría que haber proclamado explícitamente, como le gusta hacer a Baumgartner, que tal hazaña nunca habría sido posible sin la ayuda del tercer personaje que aparece en la fotografía.

Querido Marcos, me he detenido un instante y he comprobado con espanto que son las tres y media de la madrugada. Debo llevar algo así como nueve horas escribiendo sin parar (bueno, hace un rato he hecho una pausa para comer un sándwich, no te asustes). Lo peor es que he perdido por completo el sueño y no creo que pueda dormir ya esta noche; mañana tenemos ensayo y tocaré como un cadáver, eso seguro. Pero me encuentro completamente poseído por esta historia; no sé qué me une a estas tres personas, por qué tanta necesidad de seguir hablándote de sus asuntos, de una gente a la que ni siquiera tendrás ocasión de conocer, puesto que, de ellos, dos han muerto. Es igual. Me levanto, me echo agua fría en la cara y, sin pensármelo más, sigo adelante.

Como bien puedes imaginar, este tercer hombre que se cruza ahora en nuestro camino no es más que un hombre simple y del pueblo. Pero no te confundas. Bajo esa apariencia de gañán receloso, se esconde una gran persona, poseedora de un sinnúmero de cualidades que superan con holgura a las de la mayoría de sus paisanos. Sí es cierto que, desafiando su origen rural, el individuo en cuestión ha rechazado siempre y como con horror las labores propias de la tierra, pero también es verdad que, a pesar de esa rareza, dista mucho de ser un vago: en el momento en que ellos le conocen, ha trabajado ya como sacristán, campanero, cantante en misa, zapatero remendón, responsable del palomar catedralicio palentino y colaborador del Observatorio Meteorológico. Este hombre que mereció la gratitud eterna de ambos estudiosos se llama Benigno y, si no sale con ellos en la foto, no es porque no le invitaran, sino porque odia figurar. Es, te lo he dicho ya, un tipo sencillo, aunque repleto de aficiones, al que las cosas que más le gustan son, por este orden: la música que se escucha en las iglesias, sobre todo cuando llega la Semana Santa; las fabes con almejas de su cuñada, de las que procura comerse un buen plato cada sábado, y las actividades que se salen de lo común, aunque obliguen a un esfuerzo. De hecho, Benigno no para, y cuando no está en misa, ni con sus palomas, ni consultando el anemómetro que ha instalado en la torre o el pluviómetro de la rectoral, ni tocando las campanas, zampándose su potaje favorito o cosiendo botas en su taller, va siempre de un lado para otro, buscando algo nuevo que hacer o aprender, en compañía de su burro Gustavo.

Kassnar y Baumgartner cruzaron una vez más el Pisuerga, procedentes de Castrojeriz, a finales del invierno de 1963. Venían en esta ocasión andando, pero bien pudieran haber llegado en bicicleta, en autobús de línea o en el carro de algún campesino. En la plaza de Frómista conocieron a Benigno, después de preguntar por él a unos cuantos lugareños, porque, según todas las noticias recibidas, era quien mejor podía facilitarles el acceso a los archivos de la iglesia de San Martín. Tal cosa ocurrió como les habían dicho: aquel aldeano de voz fina y ademanes nerviosos demostró una habilidad insólita para sortear el increíble obstáculo que constituía siempre el párroco; luego, como era de prever, en la iglesia no hubo nada que ya no conocieran. Pero la auténtica sorpresa vino más tarde, cuando descubrieron que Benigno tenía una más que aceptable formación musical. Según les informó, había estado de seise en la Catedral de Palencia, cuando crío, y por eso, sospechaba él, se le había quedado esa voz atiplada, casi femenina, que tan mal se compadecía con su aspecto de rústico labriego. Posteriormente, gracias a su oficio de sacristán, ejercido en múltiples parroquias de la comarca a lo largo de su vida, había podido seguir en un contacto bastante directo con la música religiosa, algo que le permitía conservar sus facultades vocales –aquí entonó un breve kyrie, que les impresionó de veras– y no desentenderse del todo de lo más parecido que había tenido nunca a una vocación. Concluido este rosario de explicaciones, Benigno les invitó a comer a una fonda en la que gozaba de crédito sin límite; por la tarde, después del café, se molestó en procurarles alojamiento en casa de su hermano Macario y su cuñada Marta, residentes en una población vecina, hasta donde les acompañó andando con sus mochilas cargadas a lomos de Gustavo. Y por último, en el momento de dejarles allí bien recogidos, les comunicó con total naturalidad que Gustavo y él pasarían a buscarles a la mañana siguiente para continuar con las indagaciones. Kassnar y Baumgartner no salían del asombro, pese a todo lo que habían visto y vivido en esos años. La inesperada aparición de aquel sujeto de intenciones aún desconocidas, que daba muestras de un refinado gusto musical y era capaz de tratar al prior de la iglesia de San Martín con esa mezcla de campechanía y sutil firmeza, les hizo plantearse por primera vez la posibilidad de que un tercero tuviese algún tipo de participación en el proyecto. En casa de Macario y Marta se estaba de verdad a gusto y, después de la cena, se entretuvieron discutiéndolo plácidamente al calor de la lumbre. La charla no tardó en fructificar: dispuestos como estaban a peinar toda la provincia de Palencia en pos de la Instruccion, antes de irse a la cama acabaron convencidos de que habían encontrado en Benigno al guía ideal.

Durante la primavera y el verano de 1963, pudieron comprobar hasta qué punto no se habían equivocado. Benigno conocía todas las iglesias de la zona, a todos los curas y a todos los alcaldes; mantenía unas inmejorables relaciones con la autoridad policial –ya te he dicho que, para ellos, era fundamental llevarse bien con la Guardia Civil– y empleaba una destreza infrecuente para tratarles y convencerles a todos. Disponía además de mucho tiempo libre y, lo mejor, estaba tan impresionado por los conocimientos de ambos, que había decidido entregarse en cuerpo y alma a la tarea. Baumgartner suele decir ahora que aquella época fue una de las más felices de su vida. Después de vagar diez años como parias, la hospitalidad ofrecida por Benigno y su familia constituyó el mejor premio que podían recibir. Todas las mañanas el sacristán y el burro se presentaban dispuestos para cumplir con el programa trazado la tarde anterior. Salían temprano y alargaban la expedición hasta el crepúsculo. A veces iban por caminos, de aldea en aldea; otras atravesaban directamente los campos y se detenían al abrigo de los árboles a tomar un almuerzo. Durante el trayecto hablaban poco. Benigno casi siempre cantaba con su voz de falsetista y Baumgartner, por puro placer, iba anotando mentalmente aquellas melodías extrañas, unas populares, otras antiguas, que componían un repertorio interminable. Luego llegaban a destino y Benigno negociaba con la superioridad el acceso a donde hiciera falta, fuese iglesia, ayuntamiento, biblioteca o casa solariega. Podían tardar dos días o varias semanas, pero nunca había prisa para el arqueo. De vuelta a casa, los pucheros hervían. Macario y Marta les trataban a cuerpo de Rey, se interesaban por la evolución del trabajo, les proporcionaban todo lo necesario para el descanso. Por la noche se sentaban en el patio y comentaban los resultados de la jornada; también escuchaban las previsiones meteorológicas de Benigno y las explicaciones de Macario sobre la llegada del tempero y la sazón de la cosecha. Franz confiesa que podría haber seguido así mucho tiempo, que hubiera deseado que aquello nunca acabase.

La Instruccion apareció a finales del verano del 63, un poco por casualidad. Volviendo a casa, Benigno sugirió que se detuviesen en la iglesia de Santa Inés de Cuéllares, que quedaba en lo alto de una loma, bastante apartada del camino. Casi no hubo que buscar. El libro apareció confundido entre un montón de partituras modernas que se apilaban, medio comidas por los ratones, al pie de un órgano desvencijado. El párroco, casi centenario, no sabía nada, no entendió nada, no se opuso a nada. Al día siguiente, Benigno insistió en que había que inmortalizar el suceso y tomó todas las disposiciones necesarias para que dieran aviso sin tardanza al retratista más prestigioso de Palencia. Pero luego, con el trípode ya montado en la plaza y la Instruccion que se les desencuadernaba por momentos en manos de Baumgartner, se arrimó con hosquedad a Gustavo y se negó de modo tajante a posar, como si hubiera sufrido un repentino acceso de vergüenza o considerase que su imagen desluciría la de los investigadores. Tuvieron que pedirle al fotógrafo que aprovechara un descuido para sacarle a él también, aunque fuese de refilón.

Lo que vino después tampoco resultó fácil. Kassnar y Baumgartner se enfrentaban a la tarea de comprender, estudiar y anotar la Instruccion de Valdavia, y para esa labor necesitaban una tranquilidad que se veía más amenazada que nunca. La noticia de que los alemanes, como ya les llamaba todo el mundo, habían dado con algo importante corrió como la pólvora en pocos días (al parecer, la culpa la tuvo el fotógrafo, que encendió la mecha con su indiscreción). Pero pronto aquella voz de alarma que había surgido con extraordinaria fuerza empezó a acallarse con igual celeridad; la gente dejó de hablar y, con el paso de las semanas, el descubrimiento terminó por convertirse en el secreto a voces mejor guardado. El asunto, sin embargo, carecía de misterio, ya que el responsable de tan oportuna y sobrevenida prudencia no era otro que Benigno. Primero convenció a los vecinos de que, si pretendían que aquello –lo que fuera– se quedase en la comarca, en lugar de ir a parar a un museo de Madrid, lo mejor era que cerrasen el pico. Luego, una vez controlada la ciudadanía rasa y persuadido él mismo de que en esas circunstancias debía echar mano de toda su astucia, se dispuso a jugar sus cartas frente a la autoridad. Durante varios días desapareció para dedicarse a hacer visitas, solicitar audiencias, recordar favores que le eran debidos e insinuar promesas. Al final, gracias a su tacto y a sus influencias, a los compromisos sabiamente urdidos y, en definitiva, a la confianza que su propia persona despertaba, el cabildo de la Catedral palentina retrasó su intervención, el cura centenario se recluyó en una cómoda ignorancia y el sargento de la Guardia Civil se avino a hacer la vista gorda durante un tiempo. Todo el pueblo, en suma, acabó sellando una especie de pacto de silencio mientras los alemanes trabajaban.

Nada más empezar con la tarea, la Instruccion les deparó una inesperada alegría. En las quince páginas de consideraciones preliminares, ese lugar misceláneo donde, antes de la música propiamente dicha, los tratadistas de la época suelen mezclar valiosas reflexiones teóricas con ejemplos técnicos y didácticos, anécdotas personales, ruegos para la obtención de fama inmarcesible, alabanzas al Rey, invocaciones a Nuestro Señor Jesucristo y agradecimientos diversos, Valdavia, además de todo eso, habla durante un buen trecho de Cabezón y le llama maestro y amigo. Elogia su arte como instrumentista, su capacidad para improvisar diferencias y elaborar pasajes imitativos, y menciona al final un “duelo amable de tañedores de tecla”, sostenido por ambos, en 1554, ante el mismísimo monarca. Después de mucho hilar, Kassnar llegó a la conclusión de que Valdavia tenía que proceder por fuerza de la misma escuela clavierística palentina de García de Baeza, y dedujo también que había trabajado, junto al organista ciego, en la capilla musical de Carlos V. Prueba de ese estrecho contacto es que el Tiento Tercero, que figura en la parte central del libro, parece calcado de uno de los de Cabezón.

Unas semanas después del suceso, Benigno decidió instalarles en una casa en el bosque para que pudiesen disfrutar de una mayor tranquilidad. Allí les visitaba a diario y, además de resolverles las cuestiones de intendencia, permanecía con ellos muchas horas, igual que en los tiempos más esforzados de la búsqueda. Un día apareció montado en una carreta tirada torpemente por Gustavo; en la parte trasera, se veía un gran mueble amarrado con cuerdas y cubierto con una lona. Era un piano. Transcurrieron así varios meses, durante los cuales Kassnar y Baumgartner consiguieron ultimar un análisis de la Instruccion que luego ha sido calificado de ejemplar por toda la musicología moderna. Llegaron a conocer perfectamente toda la obra de Valdavia, a interpretarla a dos y a cuatro manos y a cantarla a tres voces con la colaboración siempre entusiasta de Benigno, que disfrutó como nunca antes había imaginado y mostró una absoluta voracidad por aprender.

Durante todo ese tiempo, no sufrieron distracciones ni molestias de ninguna clase porque, si bien la comarca no había olvidado el hallazgo, también tenía presente su compromiso de proporcionarles un período de paz. De vez en cuando, alguien preguntaba “¿qué fue de aquello?” y otro le respondía “calla, que están trabajando”. Cuando les quedaba poco para terminar, recibieron la visita del Obispo, que solicitaba ciertas seguridades de que tanto la Instruccion como la versión original del estudio que alumbrasen los sabios permanecerían en el lugar al que, según su recto entender, genuinamente pertenecían. Kassnar y Baumgartner no dudaron en cumplir. Y por eso cuando, al cabo de un año, los responsables nacionales del Patrimonio Histórico tuvieron las primeras noticias acerca de tan trascendental descubrimiento, el libro estaba ya más que comprendido, estudiado y anotado; Kassnar y Baumgartner habían registrado su trabajo y se disponían a volver a Berlín para cubrirse allí de gloria, y la Instruccion harmonica para tañer diferencias, tientos y fantasias, assi como otros sones, del bachiller Anselmo de Valdavia –amigo y colega de Cabezón–, con el apéndice del exquisito análisis realizado por los dos musicólogos alemanes y dedicado, en su conjunto, a toda la provincia de Palencia, había pasado a formar parte de los tesoros mejor custodiados de la biblioteca de la Catedral.

Pero aquí no se acaba la historia. Hay una correspondencia de veinte años entre Frómista y Berlín, que tiene su origen en esa experiencia que les cambió a todos. A veces pienso que si Baumgartner es como es –y me refiero a su talante abierto, a su capacidad para acoger de un modo así de cálido a personas tan distintas–, se lo debe en gran medida a ese viaje. En la vida de Benigno, la relación con los alemanes fue también un episodio fundamental. Después de la marcha de estos, su prestigio quedó sólidamente asentado, ya que nadie le discutía el mérito de ser el único enlace con los sabios. Además, en la casa del bosque había aprendido todo lo necesario para cantar de verdad, y fue a eso a lo que se dedicó en los años sucesivos. Con el tiempo se convirtió en una especie de agitador cultural y gozó de gran respeto. Kassnar perdió pronto el contacto con él; ya en Berlín, se centró en nuevos estudios musicológicos y, después de una temporada de relativa tranquilidad, volvió a enredarse con Cabezón y a intentar probar sus quimeras. Pero Baumgartner sí continuó manteniendo una comunicación epistolar fluida con el sacristán. Le animó cuanto pudo en su carrera de cantante y siguió dándole todo tipo de consejos, enviándole libros, discos, grabaciones y preocupándose desde la distancia por su formación musical.

Hace unos años, Benigno enfermó y le escribió a Baumgartner diciéndole que el asunto era serio. Franz entonces decidió corresponder a su desinteresada amistad, dos décadas después, con un regalo al que llevaba dándole vueltas mucho tiempo. Forzó una gira a España con su grupo y aterrizó con músicos y bártulos en Frómista. Poco antes le había hecho llegar a Benigno la partitura que consideraba más adecuada para su talento: el Stabat Mater de Pergolesi, en el que debía asumir el papel de segundo solista. Y de este modo, una noche de verano, en la abarrotada plaza de la Catedral de Palencia, Benigno, ya viejo, dirigido por Baumgartner y acompañado por el Concentus, cantó a Pergolesi con un maravilloso hilo de voz, esa voz que siempre había parecido tan fina, tan a punto de quebrarse, y que en ese momento efectivamente lo estaba.

Querido Marcos, veo que la luz empieza a entrar en abundancia por la ventana –hace mucho que le he dado la vuelta al reloj despertador, para no tener delante la hora– y me parece que se acerca el momento de dejarte. No sé si es sueño, agotamiento o esa relajación posterior al nerviosismo lo que tengo, pero sí puedo decirte que compartir contigo esta historia me ha proporcionado una extraña sensación de paz, como si hubiera cumplido con algo que debía hacer. Solo quiero, antes de despedirme, darte un último apunte sobre mi vida actual.

Nos habíamos quedado en mi primera visita a Baumgartner y en el rasgueo que me entregó rudimentariamente escrito en un folio. A la semana siguiente ingresé, como estaba previsto, en el Concentus, y todo fue mucho más fácil de lo que me imaginaba. Somos doce personas y a veces contamos con colaboraciones de gente de fuera, músicos siempre extraordinarios de los que aprendo un montón de cosas. Te sorprenderá enterarte de que por fin he cambiado de instrumento: ya no toco la guitarra normal, sino la guitarra barroca y la vihuela, y he empezado a hacer también mis pinitos con el laúd y la tiorba, que me resultan bastante más difíciles debido a su mayor tamaño. Pero, en general, todo está siendo suave y agradable. Me han recibido muy bien y me han hecho sentir enseguida en mi casa. He tenido, además, la inmensa suerte de que estuviese Piero Meloni, que ha sido aquí mi Benigno: me ha guiado con una generosidad sin límites y se ha encargado de resolver cualquier problema de adaptación que se me presentara (no en vano él también empezó como guitarrista).

Mi función en el Concentus, de momento, es limitada, pero eso no me preocupa; tengo, con lo que hago, más que suficiente. Te describiré un poco la naturaleza de mi trabajo volviendo a la primera obra en la que me hizo participar Baumgartner, el Passacalli della vita, que hoy es sin duda una de las músicas que más me conmueven, acaso por haber sido mi presentación pública con ellos.

Comienza como una simple canción, con ese rasgueo mío del que te hablé, formado por cuatro acordes muy sencillos que se van alternando; es una combinación tan básica que podría reconocerla hasta un alumno de primero de armonía. Yo empiezo a rasguear en solitario, todo el mundo está en silencio, y durante unos segundos pareciera que allí no va a ocurrir nunca nada, no se sabe aún qué promete esa canción, todo puede suceder, no hay imposibles. Y entonces, de pronto, naciendo de las propias entrañas del grupo, surge la diáfana voz de Stephan, nuestro contratenor, a la que algo después se le une la de Suzie, la soprano. Cantan una melodía muy clara y muy hermosa, que contrasta con el pesimismo de una letra típicamente barroca: “O, come t´inganni / Se pensi che gl´anni / Non debban finire / Bisogna morire”. Es una letra escalofriante, que acaba con todas las ilusiones, pero no importa. Yo no pienso en esa muerte, sino en la Vita de la que habla el título, y sigo rasgueando. Suzie y Stephan entrelazan las voces una y otra vez y acaban siempre por volver a ese terrible estribillo –Bisogna morire, Bisogna morire–, y entonces entra Pierino con su chitarrone, improvisando unas notas punteadas, solo unas pocas, que justamente por ser tan alegres dan un color aún más equívoco a aquella música. Me mira de reojo antes de tocar, es una costumbre suya; a veces sonríe melancólico. Y yo sigo rasgueando como si el estribillo no estuviese allí mismo, acechante, hasta que él termina su improvisación y le da paso a Angela Melkus, la violinista norteamericana, que aparece con una melodía nueva, apenas una escala mínima pero deliciosa, sobre el tenue fondo de mi acompañamiento, ese rasguido que tanto protagonismo tiene sin tenerlo. Y así nos vamos acercando juntos al final –Bisogna morire–; Baumgartner nos mira inmóvil desde el clave, no interviene en esta pieza, pero en ese momento, más que nunca, es como si ejerciera de padre de todos. Y es en ese preciso instante cuando a mí suele asaltarme una reflexión extraña: a un paso de acabar, recuerdo que había creído siempre que la felicidad se encontraba en el aplauso de los grandes auditorios, en esas obras virtuosísticas, impresionantes, en las que uno se muestra implacable con el instrumento, implacable con sus dedos, con los que escuchan, con uno mismo; entonces no puedo dejar de mirar a Pierino para devolverle la sonrisa y me da por pensar que, desde luego, la felicidad no estaba allí, sino más bien en otra parte, quizás en este rasgueo modesto sobre el cual van pasando, una a una, todas las demás voces.

Querido Marcos, hace un instante me he asomado a la ventana y he visto un sol enorme y rojo que ilumina el cielo de Berlín. Ha sido una noche extraña esta, dedicada a compartir contigo unas historias que hace un tiempo seguramente no me hubieran importado. Todo está cambiando muy rápido para mí desde la última vez que nos vimos y, como te dije antes, creo que escribirte me ayuda a comprender mejor mis sentimientos, por eso te agradezco que me escuches. Pero me parece que, por hoy, ya te he entretenido bastante y que me he ganado, al menos, un pequeño rato de sueño.

 

Un fuerte abrazo

Tu amigo Amador

Aquellas dos semanas de espera hasta el examen se me hicieron eternas. No tenía ganas ya de estudiar más solfeo, me aburría cocinando plum cakes y entregándolos en cafeterías y restaurantes, tocaba durante horas el violín, pero me costaba encontrar la concentración, y lo que deseaba, en realidad, era que el tiempo pasara y en mi vida se produjera algún cambio. Vi también a Ismael en un par de ocasiones, y esos fueron sin duda los mejores momentos. Me alegré de encontrarlo más asentado en su trabajo, más seguro de sus aptitudes y más a gusto, aunque me preocupó un poco comprobar que, con el transcurso de los meses y debido a las exigencias propias de su puesto de chófer, estaba sucumbiendo a la seducción de la velocidad.

–El otro día me puse en noventa bajando por la Castellana –me había dicho ya por teléfono, antes incluso de interesarse por mis cosas–. Y Velázquez es otra calle que me encanta. Si la coges bien desde abajo, puedes pillar todos los semáforos en verde y acabar de un tirón en El Viso.

Por fortuna, aunque el primer día que quedamos empezó hablándome del Jaguar y de caballos de vapor y sacando a relucir una serie de términos que yo nunca había oído antes –el delco, los platinos, la junta de la culata–, al cabo de un rato se dio cuenta de la guasa con que eran recibidas esas informaciones y optó por reírse de sí mismo.

–¡Ya ves a lo que me veo reducido! –exclamó–. ¡El ayudante de Santiago! ¡El filósofo!

Estuvimos bromeando sobre su nueva afición a la mecánica y sobre las posibilidades laborales que esa inesperada pericia al volante le brindaba (¿taxista?, ¿conductor de autobús?, ¿piloto de carreras?) hasta agotar el tema por completo. Luego, ablandado ya por la risa, me decidí a confiarle mi reciente desengaño amoroso. A mí siempre me había resultado incómodo tratar estos asuntos con Ismael. Por algún motivo difícil de entender, me sentía observado, juzgado; sospechaba que podía defraudarle con lo que hiciera, que a sus ojos yo actuaba un poco a tontas y a locas, que me iba a tachar de frívolo por enamorarme de una chica a la que prácticamente no conocía. Pero, esta vez, Ismael me consoló con delicadeza y cariño; me escuchó, se lamentó, expresó su pesar por mi mala suerte y acabó aventurando que la llegada de un gran amor estaba cerca (esto último, porque sí, porque le daba a él que tenía ya que ocurrir).

Después se propuso distraerme y me habló de la facultad. Al año siguiente, terminaba la carrera –Dios mediante–, y entonces sí que podría dedicarse a trabajar de lleno en la Obra de Santiago, que, por cierto, avanzaba a toda máquina. Más tarde nos dio por recrearnos en nuestras andanzas como pioneros en el sector de la repostería casera y allí nos quedamos plácidamente entretenidos un buen rato; yo, añorando los tiempos en que Ismael fungía de factótum en la empresa y resolvía cualquier problema, y él, reconociéndome que en ocasiones había pensado que todo aquello no era sino un gran disparate que jamás llegaría a funcionar. Entonces le confesé mi hartazgo y mi desorientación, la precariedad de mi situación económica y el preocupante número de clientes que había perdido en los últimos meses, y él me animó para que intentara encontrar algo nuevo. Hay que arriesgarse, me dijo, hay que utilizar el ingenio y ser osado. Hay que perder el miedo y salir a la calle a pelearse por la vida.

–Además, un poco de aventura –sentenció, para concluir– no te vendría mal en estos momentos.

Pasados un par de días, en parte para ganarme unas perras extras y en parte para sacudirme el aburrimiento, decidí hacerle caso. Contesté a un anuncio escogido al azar en el mismo periódico gratuito en el que Ismael había promocionado en nuestros inicios los plum cakes y esto me llevó a emplear toda una mañana de mi vida depositando folletos publicitarios en buzones de edificios viejos y modestas casas bajas de la Villa de Vallecas. Fue una experiencia demoledora que nunca me planteé repetir y que, al margen del magro estipendio con que me fue retribuida, tuvo la única virtud de demostrarme lo bien que estaba como estaba.

El sujeto que nos había convocado allí, a las siete y cuarto de la mañana, en un bar situado casi bajo el puente de la M–30, se llamaba Mauricio y se presentaba a sí mismo como gerente de una academia de mecanografía bautizada con el pomposo nombre de Escuelas Jiménez del Moral Alonso, cuya sede ocupaba un amplio piso en las inmediaciones de la Puerta del Sol, justo detrás de la Dirección General de Seguridad. Nunca he presumido de tener un gran talento para juzgar a las personas a simple vista, pero lo cierto es que, en este caso, desde el primer minuto, debido tal vez a cuestiones de indumentaria o a sus mismos rasgos faciales, el tal Mauricio me pareció a mí más falso que un duro de madera. Llevaba una cazadora de plástico negro brillante que imitaba el cuero; tenía un pelo estropajoso y apelmazado, de color amarillo pajizo, que semejaba un ridículo peluquín sin serlo, y acababa de rematar su aspecto más bien siniestro –la cara demasiado grande y con los mofletes caídos, la voz ahogada, los labios húmedos, pegajosos y blanquecinos– con unas enormes gafas de cristales oscuros que fácilmente le permitirían pasar por ciego, siendo él un hombre que, por la índole de su trabajo, necesitaba una vista de lince, tal como declaró pasado un rato y al final se comprobó.

Desde las siete y cuarto hasta las nueve y media de la mañana, Mauricio estuvo explicándonos nuestro cometido a los cuatro pobres desgraciados que habíamos acudido a la cita. Dado que este se limitaba a la distribución de publicidad por los buzones, lo entendimos todo bastante bien en los primeros cinco minutos, pero él siguió extendiéndose en detalles nimios durante más de dos horas, a la vez que pedía rondas sucesivas de café con leche en vaso y churros grasientos. Tanta prolijidad obedecía en gran parte al imperativo de aclarar el lío que tenía montado con la organización geográfica de la tarea. Mauricio aspiraba a poder decir un día que sus folletos habían sido repartidos hasta en los barrios más pequeños u olvidados de la capital. Hablaba de ello como si fuera para él una especie de misión, una promesa, la de poner los medios para que cualquiera tuviese la oportunidad de acabar aprendiendo a escribir a máquina (o de hacer la carrera de mecanografía, según la expresión por él utilizada) en su academia de la Puerta del Sol.

–Todo el mundo acaba siempre en Sol –repetía muy serio luego, con un timbre de enajenación en la voz, y pegaba golpecitos con el boli sobre la mesa de formica–. ¡Es lo lógico!

Para cumplir tal designio, Mauricio había pintarrajeado un mapa de la ciudad con colorines y había trazado minuciosos itinerarios regidos por una complicada combinación de números y letras (zona 5 A, subzona T 34, recorrido 7, y cosas por el estilo). La acción publicitaria que debíamos llevar a cabo, por tanto, se iba desplazando a lo largo de esa extensa red jornada a jornada. Hoy estábamos en Vallecas, pero mañana tocaría la Ciudad de los Periodistas y pasado quizás La Latina; y era esta estrategia, decía Mauricio, la que le proporcionaba a él un flujo permanente de alumnos nuevos, al tiempo que nos garantizaba a nosotros un empleo estable, por lo menos durante los años que se tardase en concluir el proyecto (“mínimo un lustro, y me quedo corto”, se arriesgó a decir).

Hasta ahí todo era raro, aunque, en cierto modo, inocuo. Pero, llegados a un punto, Mauricio se quitó la careta y nos reveló un aspecto del proceso que nos había ocultado hasta entonces y que consideraba crucial.

–Este es un trabajo de equipo –afirmó–. Vosotros repartís el material y yo os vigilo.

La clave parecía estribar en el hecho de que, como Mauricio podía pagar tan poco, toda su obsesión era que no tirásemos los folletos a la alcantarilla (“han costado una pasta”, se justificaba). Por eso nos explicó que se veía obligado a someternos a un seguimiento que, si bien resultaba algo incómodo para ambas partes, era absolutamente imprescindible.

–Además, vosotros sois cuatro y yo uno solo –reflexionaba en voz alta–, o sea que jugáis con ventaja. Pero ¡qué se le va a hacer! ¡En peores situaciones me he visto!

A mí me parecía todo una locura, pero en lugar de levantarme y marcharme, como hubiera sido lógico, me quedé allí escuchando hipnotizado aquel planteamiento policial; peor aún, hubo un momento en que dejé ya de escuchar y simplemente me quedé colgado con el aspecto de Mauricio y, en concreto, con su pelo. Empecé a pensar que era como un nido de pájaro que alguien le hubiera colocado en la cabeza y a intentar comprobar si se le movía o no se le movía. Aquella distracción me costó bastante cara porque casi ni me di cuenta de cuándo nos levantamos y salimos a la calle, de modo que, sin haber tenido la posibilidad de enterarme bien de las condiciones ni de oponerme a nada, me vi de pronto en la acera con una bolsa llena de folletos en una mano y un plano con el recorrido que me correspondía seguir en la otra. Estábamos los cuatro repartidores alrededor de Mauricio y este nos daba las últimas indicaciones y miraba el segundero de su reloj. Cuando marcaron las nueve y media en punto, pegó tres palmadas al aire y, como si estuviera anunciando la salida de la maratón del domingo, proclamó con energía:

–¡Y ahora a trabajar!

Estuve intentando escaparme de esa trampa durante toda la primera hora, pero cada vez que trataba de salirme del recorrido, montarme a un autobús, parar un taxi o hacer cualquier otra cosa que no entrara dentro de las previsiones de Mauricio, me lo encontraba en una esquina o escondido detrás de un árbol, espiándome a través de sus falsas gafas de ciego. Mauricio era ubicuo y era un auténtico sabueso –se le veía la práctica– y yo, convencido de que no había escapatoria, acabé repartiéndole hasta el último folleto tal como él quería (a lo largo de una calle entera, tuve que tocar todos los timbres uno a uno y entregarlos en mano debido a que eran viviendas unifamiliares).

Nos encontramos todos de nuevo a las tres de la tarde; exhaustos y desmoralizados los repartidores; él, como una rosa. Entonces nos invitó a una caña, nos pagó dos mil pesetas por cabeza y luego se marchó por donde había venido sin molestarse siquiera en comunicarnos las señas de la cita del día siguiente.

Leo Tristán escribió de nuevo ese verano para quejarse de su suerte y pedir más libros. La carta se componía de tres folios aprovechados por ambas caras y hasta un discreto margen y caligrafiados con rancia pulcritud. Tanto por la prosa como por la perfección de la letra, era un estilo que hacía pensar en una educación recibida muchos decenios atrás: una educación esmerada, vuelta hacia los clásicos y especialmente atenta a los detalles. El sobre incluía también dos postales –una de un enorme cactus con una hermosa flor amarilla y otra de un atardecer en el Grand Canyon– que le habían servido para esconder un billete de veinte  dólares.

Empecé a leer con esa mezcla de recelo y aprensión que me producía siempre el recibir noticias suyas. Algo se agitaba entonces dentro de mí que terminaba por despertarme una especie de mala conciencia, un sentimiento de amenaza que no respondía a ningún episodio concreto del pasado ni tampoco a ningún miedo que yo pudiera identificar. Superadas las formalidades de rigor, Leo se atrevía con un reproche cauto. Lamentaba que me limitara siempre a responderle las cuatro consabidas líneas de compromiso y me recordaba que, más allá de nosotros dos, no existía lazo de sangre alguno, solo nos teníamos el uno al otro; pero tampoco debía de estar muy seguro de sus argumentos, puesto que él mismo optaba al final por atribuir ese descuido a las exigencias de mis supuestamente múltiples actividades. Luego pasaba de inmediato a relatarme su vida y sus tristezas, aunque lo que contaba tampoco era nuevo: en un tono esta vez menos sarcástico que amargo, manifestaba sobre todo su perplejidad por cómo las cosas habían acabado liándose al fin, por cómo había llegado a estar él en ese sitio y en esas circunstancias. Tales reflexiones no demandaban una respuesta mía, obviamente; Leo siempre había expresado sus pensamientos con gran soltura, pero su locuacidad nunca indicaba interés por recibir una opinión o un consejo. Era, sobre todo, un modo de hablar consigo mismo –o de hablar de sí mismo–, y yo no sentía que por eso estuviera confiando en mí más que en anteriores ocasiones.

A juzgar por sus palabras, el viaje a los Estados Unidos había sido un craso error, igual que su precipitado matrimonio con Eileen. Era como si hubiese borrado de la memoria la situación en la que se encontraba aquí –arruinado, deprimido y acosado por acreedores de toda especie, por demandas ante los tribunales y persecuciones telefónicas nocturnas– para sustituirla por un pasado ficticio en el que la cotidianidad era fácil y la vida iba razonablemente bien. Hablaba de aburrimiento y falta de energía, de días interminables, vacíos, y de su incapacidad para entusiasmarse con nada de lo que aquel mundo pudiera ofrecerle. Contaba que no llevaba horarios, que se estaba abandonando y que a veces hacía cosas extrañas, como coger el coche e internarse solo durante horas por el desierto, en unas excursiones absurdas y hasta peligrosas. La actitud de ella también había cambiado y ya no le servía de apoyo como antes. Eileen era una mujer fuerte, de gran carácter, pero eso no la hacía inmune al cansancio y, después de tres años juntos, empezaba a mostrar su irritación, a ser cada vez menos comprensiva. Quizás el problema no estuviera solo en el evidente choque de temperamentos, sino también en que la falta de una vida profesional propia y de unos ingresos fijos le condenaba a él a un penoso estado de dependencia. No consideraba, no obstante, que la culpa de esa inactividad fuera toda suya. Había tenido un par de buenas ideas –una granja de pollos en las afueras de Guadalupe; un cine dedicado a los grandes clásicos que llevase un poco de cultura a ese poblacho–, pero Eileen y su familia, los únicos con posibilidades de financiar proyectos de esa clase, le habían negado su ayuda.

En el capítulo de la salud, la realidad le impedía ser optimista, aunque tampoco quería convertirse para mí en una fuente de preocupaciones. Solo un apunte, prometió: hacía ya un año de su operación de vesícula y todavía notaba los dolores. El quirófano era una de las experiencias más terribles a las que podía enfrentarse un hombre. Que a uno le abran por la mitad y luego le cierren como si fuera un cojín al que se le ha salido el relleno es de un sadismo intolerable, decía. Personalmente, él había decidido que jamás volvería a someterse a un experimento de ese tipo. Luego concluía con una reflexión: todo ser humano debería tener garantizado el derecho a morirse un día de golpe y sin notarlo mientras está haciendo algo que le agrada, lo que prefiera.

Hasta aquí la carta había seguido la línea habitual de los últimos años de vida de mi padre: mucha autocompasión, poco interés por los demás, un lenguaje culto y deliberadamente pasado de moda que le servía para construir un muro con el que defenderse y, también, algún rasgo suelto de ese sentido del humor que le quedaba de otras épocas –un humor de tipo inglés, irónico y más bien distante–, si bien debilitado por el paso del tiempo. Yo leía tratando de forzarme a la indiferencia, aunque sin conseguirlo del todo, más pendiente de comprobar que no había ninguna sorpresa desagradable que de enterarme del contenido. En la última página, sin embargo, Leo cambiaba de pronto de registro y adoptaba un aire más natural: quiero pedirte libros y esta vez te mando el dinero, me decía, espero que sea suficiente y que este pequeño favor no te ocasione muchas molestias. Me resulta más barato que comprarlos aquí –son, además, los míos– y creo que es ya lo único a lo que no podría renunciar. Te mando una lista con los que desearía recibir y aprovecho para hacerte una pregunta: ¿has leído alguno de los que menciono? Sé que, de ser así, no se deberá a mi esfuerzo por acercarte a la literatura. Soy consciente de que he hecho muchas cosas mal, tanto en mi propia vida como contigo, y ahora no parece el mejor momento para remediarlo. No me olvido, no obstante, de que tengo un hijo al que quiero. Por eso te sugeriría que te quedaras unos cuantos de ellos, siempre y cuando te los leas, ese es el trato que te propongo. Son todas obras maestras y sé que las disfrutarás. Y así, quizás, en el futuro, podamos algún día comentarlos, un placer que no sabes cuánto siento haberme perdido.

Después de esto, me hacía algunas preguntas más bien vagas sobre mi vida (se veía que intentaba acertar, pero padecía un despiste soberbio en todo lo relativo a mí), me encarecía igual que en anteriores cartas el cuidado de la casa –como si estuviera siempre jugando con la posibilidad de volver– y acababa despidiéndose con un cálido y fuerte abrazo.

Mi primer impulso, al acabar la lectura, fue llamar a Ismael, pero me contuve. Estaba ya con el auricular en la mano y a punto de marcar su número cuando me di cuenta de que, en realidad, no sabía qué quería de él exactamente. Había pensado enseñarle la carta para que me dijera qué opinaba, y eso incluía como ventaja la rara oportunidad de compartir con otra persona algunas impresiones sobre mi padre, mi única familia. Sospecho que pretendía recrearme en los aspectos más pintorescos del relato, tales como las extravagantes propuestas empresariales o sus clásicas y atrabiliarias consideraciones sobre la profesión médica; sin duda, subyacía también la tentación de pedirle otra vez ayuda con el asunto de los libros, algo que rebajaría la densidad con que ese compromiso se me presentaba. Pero quizás lo que comprendí, antes de llamar, fue que lo único que buscaba era no quedarme solo con esos tres folios tan cuidadosamente escritos y la invitación a ingresar en el mundo literario de Leo; con el recuento de sobra conocido de sus penas, las postales turísticas y el billete de veinte dólares encima de la mesa.

Esa misma semana, una tarde en la que no encontraba la concentración necesaria para estudiar, me decidí de repente a cumplir con el encargo; el hecho mismo de tomar esa determinación y no seguir posponiéndolo me tranquilizó. Durante un buen rato estuve de pie frente a la biblioteca, contemplando los cientos de volúmenes y pensando que no había vuelto a poner allí las manos desde el día de la tarea compartida con Ismael, con motivo del anterior envío. En ese tiempo, sin embargo, había leído algunos libros –El extranjero, el primero de ellos; por lo que mi padre, indirectamente, sí había influido en mí–, y me sentía un poco menos intimidado que antes a la vista de esas toneladas de cultura. Entonces experimenté un súbito sentimiento de intriga por todas aquellas historias que Leo reclamaba desde la vejez y la distancia, de las que era capaz de decir que constituían ya para él lo único indispensable, esas novelas cuya evocación le hacía abandonar por un momento su habitual tono impostado –en ocasiones, cínico; otras quejoso y egoísta– para permitirse un poco de sinceridad. Quise saber qué era todo aquello y, de un modo completamente espontáneo, me puse a buscar los títulos que pedía. Me agradó enseguida comprobar que tal actividad no era fuente de ningún tipo de angustia; antes al contrario, me deparaba un cierto placer que transcurría soterrado, en medio de una creciente conciencia de haber estado perdiéndome algo bueno.

De la relación de obras que solicitaba mi padre, yo no había leído ninguna. Bastantes libros me sonaban porque sabía que eran importantes o famosos o habían tenido éxito en años recientes, pero de la mayoría no había oído hablar jamás. Encontré entre los autores muchos nombres extraños –extranjeros, impronunciables–, pero también un gran número de apellidos españoles, de los cuales una buena parte serían sudamericanos, pensé. Yo iba buscando sin prisa los títulos de la lista y, cuando localizaba uno, me detenía con él un rato: le limpiaba el polvo, lo sostenía en la mano para sentir el tacto y el olor del papel y observaba la imagen de la cubierta por si podía proporcionarme alguna pista sobre el argumento. A continuación leía la contraportada y luego escogía también alguna frase en el texto, al azar, por mera curiosidad; al final, lo colocaba en una caja. Por debajo de esa pausada labor, asomaba cada tanto la tensión de no saber si acabaría quedándome o no con alguno, cosa que no estaba decidida aún. Lo cierto es que nada de lo visto hasta entonces había conseguido romper un hábito de indolencia bien arraigado, hasta que di con un volumen muy grueso y completamente negro, sin adornos ni ilustraciones de ninguna clase a excepción de una sobria línea blanca que lo partía en dos; un libro casi con pinta de diccionario –luego me enteraría de que llevaba una sobrecubierta que se había perdido–, en cuya primera página podía leerse:

¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!

Ese grito inaugural me llamó la atención mucho más que cualquier otro párrafo que hubiera leído antes esa tarde. No sé por qué ocurrió así. Quizás fuera la particularidad de la lengua gallega, que le daba un tono desgarrado y a la vez amoroso a esa protesta. Me pareció teatral y sugerente, y decidí continuar.

En la mañana de niebla, casi al alba, las voces estremecen el aire como trompetas. Todavía toca la campana, a la primera misa; pero su sonido es tenue, precavido, como para entrar de puntillas en las alcobas oscuras, un sonido al que se le da la espalda, que se esquiva o acalla metiendo la cabeza dentro de las sábanas. “Pepiño, levántate, que ya son las seis y media.”

Estuve leyendo hasta acabar ese primer episodio, capítulo o lo que fuera que servía de preludio a la extensa narración subsiguiente. Y allí, primero sentado y luego tendido en el suelo con la cabeza sobre un cojín, al pie de la biblioteca nunca muy frecuentada de mi padre, me sentí totalmente deslumbrado por mi propia intuición acerca de aquel libro. Al cabo de un par de páginas, sabía ya con certeza que con todos esos personajes y esas tramas que se cruzaban, superponían y perseguían mutuamente –los dos pescadores y los dos ríos; el Deán, Jacinto Barallobre y don Acisclo; la Tía Benita dos Carallos y las lampreas, que se han ido siguiendo al Cuerpo Santo– el autor construiría un relato que habría de apasionarme. En el acto decidí que me lo quedaba y me dije que con un volumen de esas dimensiones tenía trabajo para todo el año, pero aún así continué con la búsqueda.

El segundo hallazgo me llegó pronto, como siguiendo la estela del primero, y también me di cuenta enseguida de que el ejemplar aquel se quedaría fuera de la caja; empecé a sentirme de pronto como un jugador en plena racha de suerte. La prosa con la que me había topado esta vez era muy distinta a la del libro de las lampreas, el Cuerpo Santo y el Deán, pero igualmente impactante. La historia arrancaba con una imagen que se me metió en un segundo en la cabeza; pude verla como se ve una película. En un ambiente oscuro e irrespirable, una mujer mayor habla del pasado y va hilando con sus recuerdos una tela de araña. El tejido de esa red comenzaba:

Desde poco después de las dos hasta la puesta del sol de aquella larga, silenciosa, cálida, aburrida y muerta tarde de septiembre, permanecieron en lo que la señorita Coldfield seguía llamando “el despacho” por haberlo llamado así su padre: una habitación calurosa, oscura, sin ventilación, cuyas ventanas y celosías continuaban cerradas desde hacía cuarenta y tres veranos, porque, allá en su niñez, alguien opinaba que el aire en movimiento y la luz producen calor, mientras que la penumbra resulta siempre más fresca.

En el momento de apartar el volumen y colocarlo a un lado sobre el que ya había elegido pocos minutos atrás, sentí una especie de embriaguez, seguida de un breve escalofrío: ¿quiénes serían ellos, los que escuchaban a la señorita Coldfield durante horas soportando tal asfixia? ¿Qué habría pasado cuarenta y tres veranos antes? ¿Por qué semejante encierro?

El siguiente libro que decidí no enviar a Guadalupe me conquistó por la melancolía. Empezaba también de un modo muy visual y se intuía de inmediato que era una historia triste.

Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado.

Hay una pareja joven que camina sobre esos restos de verbena en dirección a un coche y que, en su propia disparidad, lleva la marca del amor imposible. Luego se levanta un viento repentino y forma a su alrededor una nube de confeti que los atrapa. Ellos se ríen, se buscan, intentan tocarse; pero casi no se ven.

Se había hecho casi de noche cuando decidí que tenía lectura para una buena temporada. Acabé con lo que me quedaba en un rato, ahora con la cena ya en la cabeza y sin prestar demasiada atención, y me propuse despachar la caja en el correo al día siguiente. Antes de cerrarla con cinta de embalar, estuve pensando en escribirle a mi padre al menos unas pocas líneas. Hubiera querido contarle que había escogido algunos libros y que, de hecho, ya había leído uno procedente de su biblioteca antes, por consejo de un amigo llamado Ismael. Pero, en esta ocasión, ni siquiera eso pude conseguir. Se me había paralizado la mano, mucho más aun que otras veces, y vi que era inútil tratar de responderle. Al final, la caja partió sin carta alguna. Solo la ausencia de esos tres títulos daba fe de que, por una vez, le había tomado en serio.

En una novela como Los maestros que se distribuye a través de la red, parecía obligado ofrecer también un poco de música. En esta sección iré subiendo algunas de las obras fundamentales para los personajes y el desarrollo de la trama -y que han sido igualmente importantes para mí a lo largo de los años-. Dado que las músicas que aparecen en el libro son tantas, lo iré haciendo poco a poco y no de forma exhaustiva, aunque sí por capítulos para que se pueda seguir mejor.

 

CAPÍTULO 1

Ludwig van Beethoven. Sonata para violín y piano nº 5, op. 24, PrimaveraItzhak Perlman, violín. Vladimir Ashkenazy, piano.

 

CAPÍTULO 3

Franz Schubert. Quinteto en do mayor, D. 956. Cuarteto Melos. Mstislav Rostropovich.

 

CAPÍTULO 15

Franz Schubert. Sonata en la menor para arpeggione y piano, D. 821. Mstislav Rostropovich (violonchelo). Benjamin Britten.

 

CAPÍTULO 20

Johann Sebastian Bach. Chacona en re menor, de la partita nº 2, BWV 1004. Jascha Heifetz.

 

CAPÍTULO 21

 Sylvius Leopold Weiss. Preludio & Presto en fa sostenido menor. Hopkinson Smith, laúd de trece órdenes.

 

Luis de Narváez. Canción del Emperador, sobre Mille Regretz, de Josquin Desprez. Hopkinson Smith, vihuela de mano.

 

William Walton. Bagatela para guitarra nº 2. Julian Bream.

 

Giovanni Battista Pergolesi. Stabat Mater. Duo: Stabat Mater Dolorosa. Concerto Vocale. Sebastian Henning. René Jacobs.

 

Anónimo. Passacalli della vita. Tragicomedia, dirigido por Stephen Stubbs y Erin Headley.

 

CAPÍTULO 24

Richard Strauss. Morgen, op 27, nº 4. Gundula Janowitz. Academy of London. Richard Stamp.

 

CAPÍTULO 36

Antonio Valente. Gallarda Napolitana. Hesperion XX.

 

Jean Baptiste Lully. Atys. Escena del sueño “Dormons, dormons”. Howard Crook, Collegium Vocale, La Chapelle Royale. Philippe Herreweghe.

 

CAPÍTULO 47

Pierre Passerau. Il est bel et bon. The King’s Singers.

 

CAPÍTULO 68

Wolfgang Amadeus Mozart. Sinfonía concertante para violín, viola y orquesta, op 364. Itzhak Perlman, Pinchas Zukerman, Zubin Mehta. Orquesta Filarmónica de Israel.



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