Eros, Belleza y Creación
Ana Rodríguez Fischer
ABC
4 de marzo de 2000
No está nada mal, en estos tiempos en que tanto abundan las novelas arrebatadas y hasta las presuntas o pretendidamente arrebatadoras, encontrarse con una obra capaz, nada menos, que de arrobar al lector, en el sentido literal del término: cautivarlo, embelesarlo. Ante tanta novela aquejada de ruido referencial inmediato, más o menos estridente según los casos, el lector se congratula de tener en sus manos Me manda Stradivarius, opera prima de Rodrigo Brunori (Madrid, 1962) y con la que su autor obtuvo el Premio Jaén de Novela 1999. Porque su lectura produce el suficiente deleite y gozo como para, momentáneamente y mientras dura la misma, suspendernos y hacernos olvidar cualquier otra cosa. Es decir, arrobarnos.
Lo cual nada tiene que ver con una experiencia de signo alienante, aunque se nos saque de nuestro lugar, se nos robe o rapte para llevarnos a otra parte: a la Italia de principios del siglo XVIII, al taller de Antonio Silverius el Varenzano, donde, una mañana de invierno, este reputado y viejo luthier se dispone, acompañado de su hijo Homobono, a emprender la construcción de un violín destinado a llegar a ser su Obra –estamos en un tiempo en que el trabajo artesanal era aún Arte– y para el que, diecisiete años atrás, en 1709, Antonio Silverius había reservado un gran trozo de madera de arce. Apenas iniciadas las tareas preliminares, a ese lugar llegará un extraño: Francesco Maderatti. El «extranjero» trae un inquietante mandato: le envía Stradivarius. Y el viejo maestro Silverius, entre sorprendido y amedrentado, reacciona como antes jamás lo había hecho: admite en su casa a un joven discípulo.
Me manda Stradivarius discurre por un doble cauce. De un lado, narra el proceso de creación que lleva a transformar aquel «bloque inculto» de arce en una obra de arte única. Desde el paso primero, consistente en examinar el agua de la madera, a los sucesivos estadios del proceso: el tallado de las tapas, la forja del rizo, el tensado del cordal, la laboriosa ejecución del fileteado, las efes, la barra armónica, el mango, o, finalmente, la recogida de las resinas en los bosques para elaborar con ellas los barnices, son labores narradas con sobria pulcritud. Es una delicia adentrarse en ese mundo (para mí totalmente desconocido), en el que la posible investigación realizada por el autor apenas se nota, envuelto como va «el dato» en la calidez de una prosa extremadamente sensual, que culmina en los pasajes en los cuales los artífices del violín interpretan alguna pieza musical.
A las emociones y sensaciones que suscita esta tarea gozosa, se le suman los sentimientos y pasiones que se van desencadenando a lo largo del proceso de creación. Es la otra vertiente por la que discurre Me manda Stradivarius. Pues si al principio el viejo maestro y el joven discípulo pautan escenas de retablo bíblico –«la sabiduría aconsejando a la inteligencia»–, la decidida y progresiva incorporación de Homobono –«un espíritu misterioso, turbador; inaccesible y acechante a la vez, como un duende mudo que durmiese en el tueco de un árbol»– altera la idílica estampa inicial. La novela va así desvelando «los peligros de la pasión creadora» y nos muestra el poder perturbador de la Belleza.
Es este otro cauce de Me manda Stradivarius el que, por momentos, transforma la novela de Rodrigo Brunori en un relato erótico, de acordes rilkeanos. Fue Rilke, en sus célebres Cartas a un joven poeta, quien subrayó la identidad de ambos impulsos: «También la creación espiritual procede de la física, tiene una misma naturaleza que esta, y es solo como una repetición más silenciosa, más encendida y más eterna de la voluptuosidad corporal».
Búsqueda de la Perfección
J. Ernesto Ayala-Dip
EL País
15 de enero de 2000
Se le atribuyen a Antonio Stradivarius unos quinientos violines. Por si el lector no lo supiera, el sonido de sus instrumentos es incomparable, de excepcional sonoridad y de tonalidad más cálida de lo normal. El constructor italiano vivió entre 1643 y 1737. Con estos datos en la mano, el lector sabrá también que Stradivarius fue contemporáneo de Vivaldi, Tartini y Bach. Estamos en gran parte del siglo XVII. En esta época está ambientada la primera novela del escritor madrileño Rodrigo Brunori, Me manda Stradivarius. En una ciudad al norte de Italia, un luthier llamado Antonio Silverius, que vive con su silencioso hijo Homobono (en la realidad, Stradivarius tuvo un hijo llamado Homobono), recibe la visita inesperada de un joven. La frase con la que se presenta al anciano constructor de violines es: “Me manda Stradivarius”. Así comienza el relato de tres vidas vinculadas por la música, o para decirlo con mayor exactitud, vinculadas por la búsqueda de una perfección espiritual que nunca será si antes no se ha logrado la perfección material.
Rodrigo Brunori no ha escrito una novela histórica, pero ha sabido extraer de los tiempos que trata esencias artísticas y artesanales de un modelo musical, fusionándolas con comportamientos humanos de índole universal. El dibujo del luthier que ve cómo un ambicioso aprendiz usurpa prácticamente su oficio y le recuerda sus años pasados, la impotencia del mismo protagonista ante la enfermiza indiferencia de su hijo, el sentimiento de estar ante la inminencia de una obra maestra, la descripción desenvuelta con perfecta naturalidad del violín de la novela, desde el momento de la madera salvaje hasta el logro del sonido insuperable, todo ello lo logra Rodrigo Brunori con destellos de novelista consumado. No era fácil gobernar tanta información especializada, lograrlo sin que nos comunicara pedantería de manual. Tampoco se nota el manual en la elaboración de los bulliciosos mercados de luthieres. Un acabado acto, en definitiva, de ilusionismo novelístico. En novelas de esta naturaleza se impone la función de su escritura. En esta, su autor prefirió esa cálida solemnidad que suele encontrarse en algunas novelas de tema paralelo en Herman Hesse. No digo que Brunori escriba en un equivalente del alemán de Hesse, lo digo solamente para que el lector se haga una idea. Pero sea como fuere, lo que sí afirmo es que la escritura de esta logradísima novela nunca resulta artificial, nunca improbable. Me voy a permitir una pequeña licencia, antes de terminar. Si leen esta novela, corran luego a escuchar la última versión de las célebres Estaciones de Vivaldi y una sonata de Tartini ejecutadas por los solistas de Trondheim y nada menos y nada más que por el violín (¡un Stradivarius!) de Anne-Sophie Mutter. Miel sobre hojuelas.
Me manda Stradivarius
Care Santos
El Cultural (El mundo)
19 de marzo de 2000
Ya Maria Àngels Anglada centró uno de sus últimos libros, El violín de Austwitz, en la historia de un luthier concentrado en la construcción de un instrumento único que habrá de redimir su existencia. Sólo un vago recuerdo de aquella historia late en esta primera novela del madrileño de origen italo-argentino Rodrigo Brunori (1962), quien con esta historia ha logrado construir algo más que una poética metáfora de la vida: una novela de sutil intriga, acompasada por un suspense apenas perceptible, acorazada en un sólido estilo, sorprendente en un principiante -a menos que, como éste, haya forjado su estilo a fuerza de experiencias y esperas- y a la vez una trama de recreación histórica. Y ninguno de esos elementos entorpece a los demás. El único que tal vez pesa demasiado es la lentitud, la ausencia de un más intenso tempo narrativo. Aunque cabe preguntarse si un mayor dinamismo convendría a una historia en la que todo discurre con tranquilidad, incluidas las vidas de los personajes. O si Brunori no pretendió —y consiguió— exactamente eso: que el estilo se adaptara como una piel a su historia.
Me manda Stradivarius narra, como aquella otra de Anglada, la construcción de un instrumento de cuerda por parte de un luthier. Si en aquel caso esto servía de excusa para hablar de la redención por el arte, Brunori no esconde un mensaje menos fundamental: el de la búsqueda de la perfección. Los tres personajes -Antonio, el luthier; Homobono, su hijo autista y Cecco, el enviado de Stradivarius—, de un modo más o menos evidente y por motivos muy diferentes entre sí están inmersos en esa búsqueda, y la ficción nos desvela, ni más ni menos, el modo que cada cual tiene de lograr sus objetivos. También Brunori parece perseguir ese objetivo. El resultado de sus desvelos autoriales también recibe su merecido: una novela sin mácula.
Una recomendación
Esperanza Pamplona
Canarias 7
13 de febrero de 2000
Quien guste del vicio de leer, seguro que se encuentra con el mismo problema que yo. Y es que en este país se publica tanto, tantísimo, que a veces resulta francamente difícil decidirse por un título u otro. Como consecuencia, solemos hacer apuestas seguras (porque el hecho de que se edite mucho no quiere decir que se publique barato). Así que bien nos inclinamos por autores conocidos, bien seguimos las indicaciones de algún crítico literario con el hayamos establecido cierta sintonía de criterios.
Aun así, vagar por los estantes de una librería bien nutrida sigue siendo un placer. Los títulos de las solapas lanzan mensajes preñados de evocaciones, de sugerencias y de promesas. A veces no se corresponden con lo que hallamos en su interior, otras superan con creces las expectativas despertadas.
Otra vía de llegar a una buena historia es gracias a un buen amigo, uno de esos espíritus curiosos e inquietos que se arriesgan con lo desconocido hasta hacerlo conocido. Así llegué a Me manda Stradivarius, una historia de tres hombres, un luthier anciano y experimentado, su hijo, y otro luthier, éste joven y ambicioso.
Una historia de sensibilidades, demonios internos, cuentas pendientes y deseos insatisfechos. Ingredientes que bien podría reunir cualquier novela. Sólo que ésta es una de esas obras mágicas, capaz de revivir el placer de leer, el gusto por la palabra, por su sonoridad y poder de evocación. Rodrigo Brunori, que es el autor, consigue componer música a la par que literatura y eso es todo un don. Logra que desde la primera a la última página, al lector le envuelva la melodía de un violín y el perfume de la madera y de la resina. Un descubrimiento, máxime si tenemos en cuenta que ésta es su primera novela y que su cometido habitual tiene poco de literario, porque escribe sobre temas de consumo.
Este autor no es canario, ni siquiera sé si ha estado alguna vez por estas islas. Pero es un buen escritor y, sobre todo Me manda Stradivarius es un buen libro; uno de esos que te enseñan cosas y que, además, te ayudan a vivir. Porque entre sus páginas el lector va descubriendo trozos de su propia alma, algunos que ni siquiera gusta contemplar, porque son mezquinos; otros, que evitamos reconocer, porque nos hacen débiles. O así lo creemos.
El caso es que hallar una creación de este tipo de la mano de un autor desconocido no siempre es tarea fácil. De vez en cuando suceden estos milagros. Uno se encuentra con una película, con un cuadro o con un libro que le vuelven a descubrir el placer original, el porqué de ir al cine, de leer o de adentrarse en una exposición. Simplemente, por búsqueda. Y a veces, se encuentra la razón.
Así que ahí queda, para quien le interese. Me manda Stradivarius (editorial Debate) cuenta, hasta la fecha, con el agradecimiento y el reconocimiento de todos aquellos que lo han leído (y que yo conozca, claro está). Prueben, no pierden gran cosa, el equivalente a un par de copas, solo que el buen saber que deja esta suerte de concierto literario va a durarles mucho más. Quizá no se lo quiten nunca de encima.
Ejercicio de precisión
Nuria Martínez-Deaño
La Razón
Un trozo de madera que ha secado durante diecisiete años en el modesto taller de un constructor de violines de la Italia del siglo XVII, Antonio Silverius. Un ayudante autista, Homobono, hijo de Silverius y una visita desesperada, la del joven Maderatti que llega al taller de Antonio la mañana en la que éste se dispone a comenzar la obra más importante de su vida, la construcción del violín perfecto. Bajo estas premisas se forja el argumento de «Me manda Stradivarius», ópera prima de Rodrigo Brunori (Madrid, 1962), con la que su autor ha ganado el Premio Jaén de Novela de 1999. Ya por su argumento se deduce que Brunori se escapa de las habituales etiquetas de joven narrador, promesa literaria, etcétera. Con esta primera novela, el autor entra a formar parte del vasto panorama literario español con una novela que recuerda a la intensidad narrativa de Baricco y que me ha llevado a recordar el best-seller mundial de Süskind, «El perfume».
Con una prosa que tiende a lo esencial, «Me manda Stradivarius» describe con rigor y precisión los pasos de los luthieres: el viejo Silverius, misántropo alejado del mundo de la luthería, y Maderatti, joven forastero que por orden de Stradivarius llega a empaparse de los conocimientos del viejo. En el vértice, se encuentra el adolescente Homobono: «un espíritu misterioso, turbador, inaccesible y acechante a la vez…», que difícilmente podrá acaparar el conocimiento de su padre. Los tres juntos se embarcarán en una empresa creativa de gran envergadura, una bellísima y palpable metáfora de ese proceso creativo anterior a la música con la que Brunori consigue atrapar al lector y enredar a sus personajes en una compleja relación triangular de creación y destrucción. El adolescente Homobono comienza por ser un mero espectador del proceso; y Maderatti, el aprendiz de Antonio. A medida que avanzamos, el maestro será quien mire, y los dos jóvenes quienes se empleen a fondo en la empresa más importante de la vida del viejo luthier. La pasión inagotable de Maderatti por el trabajo hace despertar a Homobono a la vida, y a medida que avanza la construcción del violín asistimos a la destrucción del padre… Estos y otros giros hacen de «Me manda Stradivarius» una lectura que no debería pasar desapercibida y a la que auguro un buen futuro. Me tomo la libertad de decir que tanto por su universalidad argumental como por la aportación literaria de Brunori, merecía ser conocida fuera de nuestras fronteras.
Cálido silencio de la música
Andrés Magro
Diario 16
25 de enero de 2000
De tarde en tarde aparece algún nuevo nombre de la narrativa castellana con personalidad y rareza. Rodrigo Brunori, una de las mayores sorpresas de la temporada, presenta sus credenciales literarias con la fascinante novela Me manda Stradivarius, acreedora de la más reciente edición del Premio Jaén de la especialidad. Su obra transita por los complejos mundos de la música entendida casi como un sacerdocio. Nos cuenta Brunori el proceso de construcción de un violín en torno al cual se desarrollan las tres personalidades bien esculpidas de unos sujetos que encuentran en el instrumento los ejes y dolores de la existencia. Los conflictos psicológicos van vistiendo una novela llena de atractivas y sedosas estancias. Pues este autor mima la prosa cargándola de detalles y preciosistas recreaciones. Hay todo un proceso de conocimiento interior en este tratado de las pasiones del alma. Domina la obra una muy literaria sensación de irrealidad, de inmersión en el mundo de los personajes: Antonio, quien comprueba cómo se hunde su universo lleno de frustración asumida; Cecco Maderatti, la pujanza y la voluntad al servicio de la magia musical; y Homobono, atrapado entre sus autismos y la sonora llamada de sus ensoñaciones. En este juego de espejos, donde se reflejan las simas de las personalidades, sobresale el poder de la música, de su lenguaje iluminador. Posee esta pieza heterodoxa y brillante toda la fuerza de las propuestas líricas y a media luz. Sus muchos puntos suspensivos quedan flotando al compás de la música que acuna y estimula. Obra cerrada, de ambientes transparentes y sutiles.